Temblarán los pilares del Estado

Es un hecho constatable si volvemos la vista atrás: en la España democrática no ha habido ningún relevo de un partido en el poder que no haya sido traumático. La llegada del primer gobierno del PSOE vino precedida de un intento de golpe de Estado, y fue necesario sofocarlo para despejar el camino hacia ese cambio, no exento de temores, hasta el punto de que las elecciones de 1982 se presentaron como la gran prueba de fuego para la recién estrenada democracia.

La debacle socialista en las generales de 1996 no fue tampoco un ejemplo de normalidad democrática. Llegó adobada con los escándalos de la corrupción felipista, los procesos abiertos a los GAL, la fusión del Ministerio de Interior con el de Justicia –o sea, con la explicita abolición de la separación de poderes- y gracias al papel que jugaron los medios de comunicación a los que Juan Luis Cebrián denominó "el sindicato del crimen".

Pero la historia de los terremotos electorales no concluyó ahí. El relevo del aznarismo en 2004 superó en tintes dramáticos al anterior con los atentados del 11-M, el asesinato de 192 ciudadanos, la violación de la jornada de reflexión, los cercos a las sedes del PP y la utilización electoralista de la tragedia por parte de la izquierda.

Seguimos. Probablemente, los comicios que llevaron en 2011 a Rajoy a La Moncloa fueron los más tranquilos de toda la etapa democrática si olvidamos que, para hacer posible dicho relevo, fueron necesarias desde una crisis económica sin precedentes como la de 2008 hasta la llamada de Obama a Zapatero en aquel fatídico mayo de 2010 que lo descalificó como gobernante.

El precipitado final que tuvo la segunda legislatura de Rajoy a finales de mayo de 2018 ilustra de forma convincente –creo- la tesis de que, en España, la sustitución de un partido por otro en el gobierno no se produce como un fenómeno tranquilo y normal de desgaste político en el ejercicio del poder sino como una anomalía, un seísmo que hace temblar cíclicamente todas las cuadernas del sistema.

Anómala fue la manera en la que Sánchez recuperó el control de su partido, como anómala fue la moción de censura que justificó basándose en una sentencia de la Audiencia Nacional que fue corregida dos años después por el Supremo, precisamente en el punto en el que Sánchez se había basado para dar el salto de pértiga que lo catapultó a la ventana del despacho presidencial de La Moncloa: la responsabilidad penal en el caso Gürtel de un PP que en ningún momento había sido el destinatario de la instrucción judicial. Anómalo fue asimismo el reclutamiento heterogéneo y colorista de socios (populistas, comunistas, independentistas…) que se unieron para efectuar aquella improvisada tarea de acoso y derribo del marianismo.

Sí. Indudablemente, el 'sanchismo' es una anomalía en sí mismo, y su temerario asalto al poder no fue más que el preámbulo de una inacabable ristra de desafíos a la legalidad constitucional, cuyo último episodio es esa proposición de ley contra la figura de la acusación popular. Pero es preciso entender que cuenta con una historia de anomalías a sus espaldas que, aunque no tan graves como las actuales, han constituido un allanado camino para llegar a donde ha llegado, y a donde será capaz de llegar. Dicho de otro modo: Sánchez caerá, pero es previsible que, en esa caída, temblarán los pilares del Estado. Que no nos pille de sorpresa.

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