Venezuela: ¿repetir las elecciones?

Aunque resulta inadmisible, la propuesta, encabezada por Lula da Silva, de una repetición electoral en Venezuela tiene algo de positivo: supone una grieta en el dogmático bloque de la izquierda latinoamericana. Tan escandaloso resulta el fraude electoral de Maduro que ha obligado a desmarcarse de éste al propio Grupo de Puebla, creado en 2019 para trazar las líneas de esa misma izquierda, así como de la izquierda de la Europa meridional (no lo olvidemos), y en el que el presidente brasileño tiene un indudable peso. Lula intenta salvar la imagen propia, y la de ese movimiento que lleva la etiqueta de progresista, ante una patata caliente como es ese burdo pucherazo que no hay por donde cogerlo.

Es lo malo que tiene albergar a una lumbrera en tus filas ideológicas: que, antes o después, te acaba comprometiendo. Lula, que no encarna precisamente las esencias de la democracia liberal, debe de pensar que una cosa es amañar unos comicios con unos resultados falseados pero verosímiles y otra el esperpento al que asistimos y que da la razón a una cita de Margaret Atwood: "No puedes ser un líder de masas si no te sigue nadie". Con su propuesta de una repetición electoral, a la que se ha agarrado también Gustavo Petro, el presidente de Colombia, Lula hace acuse de recibo, por un lado, de lo impresentable que es el numerito despótico del heredero del chavismo, pero a la vez minimiza su gravedad.

Y es que violar el sufragio universal no es cualquier cosa. No es una travesura venial que pueda relativizarse, pasarse por alto o solucionarse con componendas ni paños calientes. Las elecciones son el ceremonial por excelencia de la democracia. Son su expresión máxima y mínima; su cumbre y su base estructural porque son las que dan la única legitimidad que cabe a un gobernante. Su veredicto es sagrado, inapelable. Si, en nombre de la paz o de la izquierda, o de cualquier otra invocación angélica, hacemos la vista gorda a su vulneración, estamos convirtiendo en papel mojado toda la cultura política occidental.

Estamos asumiendo, en definitiva, el fracaso no ya del régimen venezolano sino de nuestro propio sistema de libertades. Esto debería saberlo bien el ex presidente Zapatero, que ha andado enredando entre bastidores a ver si podía ablandar el posicionamiento, ya de por sí laxo, del Grupo de Puebla, al que pertenece junto con la populista Irene Montero o la socialista Adriana Lastra. Y debería saberlo también el propio Albares, ministro de Exteriores del Gobierno Sánchez, que, en lugar de avalar el claro triunfo en las urnas de la oposición venezolana, no ha dejado de invocar estos días una retórica y eufemística “salida dialogada”, que, por otra parte, Maduro es el primero en descartar. Llama asimismo la atención de manera chocante que se apunten a ese “flexible” planteamiento quienes, de la manera más arrogante y continua, hacen hoy valer en España sus precarios resultados electorales para mantenerse, gracias a la combinación de éstos con unos pactos claramente anticonstitucionales, en el poder.

La salida más deseable para la crisis venezolana, para que ésta no acabe en continuismo o en un baño de sangre, sería un decidido cambio democrático pactado por un sector de la élite chavista con los verdaderos ganadores del 28 de julio. O sea, el modelo de la Transición española, que el sanchismo se obstina en despreciar.

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