Lo último que recordaba antes de asomarme a la ventana era que había pasado la noche con Elizabeth, la pelirroja de carácter endemoniado. Mi pelirroja de carácter endemoniado. Una de tantas noches. Lo de siempre: tabaco, la blancura de turno ––no la del tono de piel––, y sexo. No precisamente por ese orden.
Recordé cuando nos conocimos. La presentación de mi libro. Un fino libro con mis peores prosas, a mi juicio, pero que al público le encantaban. Eso era algo que no dejaba de asombrarme. Mis mejores poemas y relatos, esos que pasaba horas corrigiendo, manoseándolos con las manos de la mente, paseándolos del cerebro al corazón para que salieran a la perfección, que acababan obsesionándome, lubricando mi egocentrismo y de los que me sentía satisfecha... esos al público no le interesaban. En cambio, los que escribía según nacieran y los dejaba tal cual, sin molestarme en darles otra forma... esos al público le fascinaban. El pan de cada día de un artista, comprendido o no. En aquella presentación en cuestión, yo era la protagonista y Elizabeth una aficionada más entre el público.
Nada más verla, me sentí atraída por ella. Hacia el final de la velada, debía quedarme a lo que denominaba el postureo: fotos aquí, firmas allá, otra foto más, una pregunta detrás de otra, entrevistas rutinarias, más fotos de sonrisa forzada… Una de ellas por parte de la mujer del pelo en llamas. Resultó ser más que una aficionada. Era experta en comunicaciones y relaciones públicas. Daba conferencias por todo el país sobre cómo aumentar la autoestima a través del arte. Descubrí, poco después, que no sabía si el contenido de sus charlas era bueno; lo que sí sabía era que se le daba muy bien subir la autoestima con el tema oral. Recordé nuestra primera noche juntas, una noche que se convirtió en día que volvió a engalanarse con su capa nocturna. La había lamido como si la rebañase, sedienta, con ansia, con gula, con lujuria, con todos los pecados capitales. La había mordido con salvaje sensualidad por todo su cuerpo. Tenía incluso pequeños moratones en las piernas, los pezones resentidos, la espalda palpitando... Yo podía ser atrevida hasta el descaro, pero aquella mujer tan ardiente como el color de su pelo me abrió un mundo nuevo mucho más salvaje. A la mañana siguiente, me descubrí en el salón mirando por la ventana con aire distraído.
––¡Hola! ––saludó la joven relaciones públicas.
La observé en silencio. Los rasgos de su cara eran tan inocentes y tímidos que nadie creería posible cómo se transformaba en otros momentos. Vestía únicamente unas braguitas de encaje turquesas. El resto de su cuerpo estaba al descubierto. Contemplé con admiración los pequeños pechos erizados por el frío. Era una mujer bastante alta y muy delgada. El largo cabello rojizo le caía sobre el lado derecho del cuello como una lengua de fuego. Su color tan vivo, casi taheño, acentuaba la palidez de su rostro. Se movía con elegancia, igual que una modelo de pasarela. A mí me parecía gracioso el discreto vaivén de sus pechos al andar. ¿Cómo era aquel chiste? Ah, sí, una mujer baja. Bragas abajo, jersey arriba. Lo escuché en una película. Ja, ja, no tenía ninguna gracia, en realidad. Me abalancé sobre ella sin responderle el saludo, poseyéndonos salvajes en el gélido suelo. Ahora era yo la dura y lujuriosamente salvaje. Sin ser consciente, empezó a atraerme ese carácter sensual y fuerte, apropiándomelo.
Eran tiempos mejores, sin duda.
© Sara Levesque