El tirano sin talento

Hace ya bastantes años, más de 10, una amiga muy querida (hasta entonces lo era) me propuso visitar Siria como periodista. Estábamos en Marbella. Me presentó a una muchacha que dijo pertenecer a la familia de Bashar al Asad. Entre las dos trataron de convencerme para que viajara a Damasco y a Alepo y comprobase por mí mismo "la realidad" del régimen. Lo pintaron como una democracia impecable y sonriente en la que las mujeres regalaban flores a los militares y estos ayudaban a los ancianos a cruzar la calle. Y aseguraron, con toda seriedad, que todo lo que se decía de la dictadura siria eran patrañas inventadas por los americanos y por el judaísmo internacional, que tenía sobornados a todos los periódicos del planeta.

Dije que no. No escribo "naturalmente, dije que no" porque la oferta económica era de escalofrío: no habría tenido que volver a trabajar durante quince años. Pero dije que no, porque aquel cuento del paraíso terrenal con capital en Damasco era demasiado burdo.

Me pregunto cómo se sentirá ahora mismo Bashar alAsad en su refugio de Moscú. Si conoce sus limitaciones, sabrá que él nunca tuvo el talento de su padre para dirigir un país. Hafez al Asad era un tirano, sin duda, pero era inteligente y le gustaba mandar; quizá eso era lo que más le gustaba. Bashar carecía de instinto político. Tuvo que asumir la presidencia porque su hermano mayor, al que llevaban preparando toda la vida para suceder a su padre, se mató en un accidente. Pero Bashar lo que quería era ser médico, concretamente oftalmólogo. La política no le interesaba.

Sin embargo, llegó a extremos de crueldad que habrían hecho palidecer a su propio padre. Seguramente jamás le disparó un tiro a nadie, pero organizó contra su propio pueblo una guerra que ahogó al país en sangre, gas venenoso, torturas de un refinamiento demoníaco y matanzas que el mundo no veía desde la guerra de Ruanda o desde el Holocausto nazi. Cinco millones de ciudadanos huyeron del país para salvar sus vidas. Si este hombre tímido y despiadado hubiese caído en manos del pueblo, le habrían despedazado. Literalmente.

Entre sus muchos errores –uno de ellos fue ponerse en manos de gente que le despreciaba, como Putin– hay uno capital: haber descuidado la "fortificación" de la pequeña y próspera franja costera de Siria, cuya capital es Latakia. Eso lo había comenzado su padre, por si algún día las cosas se torcían y la familia tenía que dejar el poder. El plan era reconstruir allí otro Estado (que había existido brevemente hace casi un siglo) y refugiarse en él, porque la mayoría de la población es de confesión alauita, como los Asad, y en Latakia y Tartús se sentirían seguros.

Pero el ensimismado Bashar pensó que aquello nunca sucedería. Si había sobrevivido a la "revolución del cedro" (cuando mandó matar al ex primer ministro del Líbano, Hariri) y al estallido de la "primavera árabe", ¿qué más podía pasar? La interminable guerra civil languidecía, y la podía controlar gracias a sus "fieles amigos" de siempre: los rusos de Putin y los ayatolás iraníes.

Pero Putin y los iraníes tienen ahora sus propios problemas, y no han dudado en dejar caer a este tipo al que siempre consideraron un tonto de capirote que no sabía hacerse respetar, como su padre.

¿Qué sentirá ahora mismo Bashar al Asad en el duro invierno de Moscú? No tiene un solo amigo. Nadie le toma en serio. Nadie le ama. Nadie le teme. Es la primera vez en su vida que no vive en su palacio de mármol y que no puede tocar un timbre para que aparezca un edecán con uniforme y le pregunte: ¿Qué desea su excelencia? ¿Quiere que baje el aire acondicionado? ¿Desea un té? ¿O prefiere que matemos a alguien?

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