El boom de los festivales de música: cuando los conciertos son sólo el decorado

La emoción compartida es más indestructible. El arte crece en el suspiro acompañado. Hagan la prueba. La liturgia de ver una película en una sala de cine almacena más recuerdos en nuestra memoria que una consumida en casa, devorada y enterrada en un maratón de imágenes sin tregua.

Dentro de un cine tradicional, el aislamiento del mundo exterior permite una concentración especial que, encima, espanta las rutinas. Se enciende el proyector y la carcajada se hace más grande. Porque no estás riéndote solo. Los sentimientos son contagiosos, aunque ni siquiera conozcas a tu vecino de butaca. Ese mismo que sientes cómo traga saliva, pues intuye que sobreviene el susto del thriller. Y tú, también, te preparas para lo que venga. El suspense siempre es más fuerte en las respiraciones individuales que son colectivas.

La congregación mejora los buenos guiones. Los muy malos, no tanto. La ceremonia de acudir a un concierto es similar al rito del cine o del teatro. Incluso se multiplica en los festivales de música, que están desde hace décadas pero nunca antes como ahora.

Primavera Sound, Sonorama, Interestelar... Sus carteles se esperan cada año con expectación. Lo que ha supuesto una oportunidad en tiempos de revolución de la distribución audiovisual. Los artistas necesitan puntos de encuentro atractivos en los que actuar frente a sus fans y ser descubiertos por otros melómanos.

Y los festivales de música proponen una experiencia única. Es más, despiertan la sensación de que te quedas atrás socialmente si te la pierdes. El problema surge cuando salta por los aires la esencia temática de la que nacían. Como lugar de reunión, divulgación y disfrute artístico. Entonces, la música se convierte en el decorado.

Hasta los ayuntamientos se inventan sus propios festivales para que vistan más los conciertos de sus fiestas de toda la vida. Pero qué es un concierto y qué es un festival de música. Se está devaluando un término que debería servir de sello de disfrute de calidad de géneros y temáticas musicales.

Ahora todo es un festival. Y en prácticamente todos hay la misma música. Muchas veces ni los grupos están cómodos. Se sienten señuelo y son secundarios los tiempos para realizar el espectáculo en condiciones.

Así los festivales terminan yendo contra los propios fans. El ciudadano va dando paso a un consumidor que paga su entrada porque "hay que estar" en el evento de moda. Hay que posar en su césped artificial, compartir lo que has comido en las food truks y subir bien de stories para que conste en acta. Lo prioritario es sentirte tu protagonista. Estuviste allí tú. El resto da un poco más igual. Y se produce un particular efecto que es paradigmático de la era de la viralidad: hay festivales llenos de gente, pero vacíos del sentimiento de compañía que da alas al arte.

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