Las elecciones anticipadas celebradas este domingo en Alemania, cruciales para el futuro de la Europa comunitaria, han coincidido con el peor momento en mucho tiempo para las relaciones internacionales y, sin duda alguna, el más delicado tanto para la UE como para la OTAN. Donald Trump, entre delincuente y vengativo, está dando rienda suelta al odio que acumuló en los pasados cuatro años, que no cesó tras promover venganzas contra lo que consideró un fraude electoral en la derrota que en 2020 impidió su reelección.
Pero si dejar que influya el momento internacional en unos votantes confusos es arriesgado para Berlín, tampoco la situación interna del país es la más apropiada para un proceso abierto desde hoy mismo, conocidos ya los resultados de las urnas, para formar un nuevo Gobierno de composición complicada. La situación se agrava con una etapa que casi podría calificarse de depresión económica y particularmente industrial.
Alemania es sin duda la primera potencia europea tanto por población como por desarrollo tecnológico, condiciones a las que la inflación, la competencia china y la proximidad y dependencia energética de Rusia le restan importancia. Si su democracia flaquea, a su liderazgo industrial empieza a ocurrirle lo mismo. Bastará de ejemplo, barajado estos días por las analistas, el de que las importaciones chinas de coches eléctricos le están robando el mercado a los automóviles alemanes, que son considerados los mejores del mundo.
Mientras se da esta decadencia –que este curso relega al país a los índices económicos más bajos de la Unión Europea–, un fenómeno político, el crecimiento galopante de la extrema derecha, no solo complica la solución de la crisis abierta sino que en muchos casos resurge con el regreso del nazismo al que está estimulando la intromisión de Trump y de alguno de sus colaboradores más influyentes, como el insaciable multimillonario Elon Musk, que exhibe el saludo nazi al mismo estilo con que lo exhibía Hitler.
