La crispación infinita que soportamos en la política española tiene sus costes. Entre ellos, uno que es evidente para todo aquel que se asome a la actualidad sin la mirada del sectario: no le dedicamos tiempo a lo importante sino a lo que más nos escandaliza. Hablamos más de Koldo y Aldama que de microchips, más de Santos Cerdán que de la crisis climática. Y eso, aunque lo podamos comprender, se paga con nuestra cada vez mayor intrascendencia como país.
Un año después de que Sánchez lograse otra investidura más a cambio de la impunidad para Puigdemont y de cesiones masivas para los independentistas de derechas y de izquierdas que le prestan sus votos en el Congreso, el Gobierno vive enredado en no sé cuántas cuitas judiciales y se limita a sobrevivir en compañía de lo que queda de Sumar. Y eso hay que contarlo. Pero deberíamos hacer el esfuerzo de dedicarle algo más de tiempo de la conversación pública a otras cosas que a describir, día tras día, cómo sobrevive Pedro Sánchez a sus enredos y jaleos.
Si podemos tener la sensación de que Europa no sabe cómo responder a los retos de un mundo que se desglobaliza mientras asiste a la lucha entre Estados Unidos y China por el cetro del mundo, imaginaos qué sensación estamos dando como país. España tiene un inmenso potencial como territorio con abundantes energías limpias y no contaminantes. Y su posición geográfica le permite ser un actor privilegiado en la liga mundial del tráfico de mercancías. Pero no da muestras de tener un plan como país que vaya más allá de seguir pidiendo préstamos a Europa para seguir sobreviviendo a base de fondos Next Generation.
Somos contradictorios. Nos contentamos con ser un país de servicios en un mundo donde todos compiten por tener más industrias. Pero apenas le dedicamos algunas páginas de periódicos a hablar de productividad, de cambio climático, de nuevas energías, de tecnología, de inteligencia artificial, de empleo de calidad o de innovación. Y luego queremos que nos traten como si llamáramos a la puerta del G-7 por méritos propios cuando, en realidad, a lo que dedicamos gran parte de nuestra energía es a pelearnos entre nosotros mientras el mundo cambia a nuestro alrededor. Como para no pensar en cómo nos suicidamos a conciencia.