Aprobé la Química por los pelos. Nunca pasé del seis o el cinco y medio, me hacía un lío con los átomos y las moléculas y cuando aparecían las valencias pensaba en naranjas o en la paella no en electrones. Lo saqué como pude repitiendo como un papagayo la tabla periódica de elementos donde siempre me llamaron la atención los gases nobles, por lo aristocrático, y sobre todo las tierras raras. Su rareza la imaginaba yo entonces con formas y colores fantasmagóricos, de aspecto inquietante. Nunca supuse que los metales que esas tierras encierran alcanzaran tanto valor e importancia estratégica que los poderosos del mundo estuvieran dispuestos a todo con tal de conseguirlas. A diferencia de la fiebre del oro que llevó a decenas de miles de migrantes a California a mediados del siglo XIX la fiebre de las tierras raras no mueve personas sino intereses políticos.
El nuevo emperador de la Casa Blanca, además de atribuirse la capacidad de negociar una suerte de rendición de Ucrania al sátrapa ruso, pretende pasarle la factura a Zelenski por la ayuda militar norteamericana prestada en la guerra reclamando la explotación de las tierras raras de las que el subsuelo ucraniano es especialmente rico. Se da la circunstancia de que esos metales son indispensables para fabricar imanes que convierten la energía en movimiento, componentes básicos para la fabricación de teléfonos móviles, coches eléctricos y otros dispositivos electrónicos. Lo son también para el armamento más sofisticado como los misiles balísticos o los radares de última generación. Metales como el lantano, el cerio, el erbio o el itrio, de cuyos nombres los simples mortales no teníamos el menor conocimiento, ahora resulta que le dan vida a nuestros televisores, a la iluminación de las casas o a las turbinas eólicas que nos proporcionan energía limpia.
En el caso de Ucrania además de las tierras raras posee importantes yacimientos de una veintena de minerales considerados críticos para la industria y la construcción que Donald Trump también pretende quedarse. Un interés económico descarado pero no lo es menor el interés estratégico porque, a nivel mundial, es China quien lidera con diferencia la relación de países con mayores reservas de tierras raras. Vietnam, Brasil y Rusia le siguen en esa lista, países que no están precisamente en el área de influencia de los Estados Unidos.
Aunque España no tiene una posición relevante en ese ranking sí posee en Andalucía yacimientos importantes de minerales como el litio o el cobalto, muy demandados para la fabricación de baterías eléctricas. En Castilla y León y Galicia hay zonas que guardan el 10% de las reservas mundiales de tungsteno, el wolframio por el que ya compitieron los nazis y los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Es un mineral que ahora se usa para las turbinas de los reactores o las herramientas de corte. En Castilla-La Mancha una empresa minera descubrió hace 10 años un yacimiento importante de tierras raras pero, tras el rechazo de los vecinos y no superar los criterios medioambientales, la Junta castellanomanchega impidió su explotación.
Tal rechazo no es una excepción en el mundo, la actividad minera de tierras raras se asocia a graves daños medioambientales por el uso que exige de componentes químicos muy agresivos y el consumo intensivo de agua. Son además trabajos muy penosos que en algunos lugares del planeta se realizan casi en régimen de esclavitud. Detrás de los grandes avances tecnológicos a los que asistimos hay un complejo y oscuro mundo de intereses geopolíticos y económicos. Y ni la ética ni el medioambiente pesan en sus planes.