Según una corriente de opinión, la actitud electoralmente más productiva para un partido político es mantener posiciones eclécticas sobre asuntos complejos, de tal forma que se pueda captar el voto de quienes son partidarios de una cosa y de su contraria. Otras consideran que lo más respetuoso con los ciudadanos es dejar clara la posición que se defiende, asumiendo el riesgo de que haya votantes que dejan de ser partidarios. Los asuntos internacionales están en la lista de esos problemas que, como solía decir Mariano Rajoy con su legendaria capacidad de síntesis, "son un lío".
Donald Trump ganó las elecciones el 5 de noviembre, tomó posesión de la presidencia el 20 de enero, y se conoce con detalle su estilo de comportamiento desde su primer mandato, entre 2017 y 2021. No es nuevo ni inesperado.
Con estos datos, resulta aún más chocante la posición elusiva y asustadiza que ha mantenido el PP durante semanas, cuando se trataba de poner en claro qué opina sobre las decisiones, las actitudes y el lenguaje de Trump. Es asombroso que los dirigentes de un partido que aspira a gobernar, y que dispone de la mayor representación en el Congreso de los Diputados, no tuvieran, sin embargo, un criterio claro a propósito de aquello sobre lo que todo el mundo tiene una opinión cristalina, sea favorable o contraria: un personaje como Trump, cuya misión en la vida ha sido la de no dejar indiferente a nadie. Está en su naturaleza.
Es comprensible la impaciencia y el desasosiego que puede afectar al ánimo de quienes dirigen al principal partido de la oposición, desde los despachos acristalados de la calle de Génova 13. Ganar las elecciones con bastante distancia frente al segundo y que sea el segundo quien gobierne debe de ser difícil de gestionar. Sin embargo, es discutible la estrategia que a veces trasciende de las posiciones públicas del PP, como si pretendiera ser un partido ‘atrápalo todo’, en su ansiedad por captar, a la vez, votantes a diestra (Vox) y a siniestra (PSOE). En el caso concreto de Trump, cuesta imaginar cómo se puede conseguir, a un tiempo, el apoyo de trumpistas y de antitrumpistas, porque no será fácil encontrar a muchos ciudadanos que muestren enfoques intermedios en este asunto. El personaje es tan divisivo, que no favorece las cualidades propias de la democracia, como son el diálogo, el consenso y la moderación. Respetar al presidente de otro país es una obligación diplomática, pero discrepar de él democráticamente es una opción igual de diplomática.
La obligación propia de un partido es, sálvese la redundancia, tomar partido. Y si una formación política no te dice lo que opina, ¿para qué sirve?