¿Y si quedamos a ver Wicked? Tú de rosa y yo de verde

No era consciente de que necesitaba ver en el cine algo como Wicked hasta que viví la experiencia. Para explicarlo mejor, un pequeño ejemplo: cuando eres niñe, la sensación de ir al cine es diferente a la de adulte. Te olvidas de las butacas que te rodean y te sumerges en la pantalla sin necesidad de añadidos como el efecto 3D. Vives a través de la película y sales con una nueva perspectiva de lo que te rodea, sintiendo que ahora miras al mundo desde un saber genuino, un peldaño subido, algo que te acerca más a ser tú. Al menos, era lo que yo sentía. Y con Wicked lo he vuelto a sentir.

Elphaba es el compendio de características que mejor expresa como es el activismo desde la disidencia e incluso ella misma llega a decir en el filme algo así cómo “¿Crees qué es fácil ser yo?¿Crees qué sentir tanto lo malo que ocurre, y tener que poner remedio a esa injusticia es fácil?”. Es tan cansado ir a la contra, tan complicado estar en una mesa rodeado de gente que cree que lo está haciendo todo bien mientras hablan sobre gente y realidades que están fuera de su burbuja translúcida de comodidad. Esa es la vida de Elphaba, la vida de una disidente en un mundo aparentemente ideal pero solo para un sector concreto.

La historia de un personaje incomprendido e incluso maltratado por ser lo extraño bajo el ojo de la normatividad (y por ende paralelo a la realidad queer) no es algo nuevo. La cultura pop LGTBIQ+ está plagada de Carries, Quasimodos, Elsas, Timones y Pumbas. Pero Wicked marca una diferencia: en sí, todo su universo es queer. Hay personas gordas, marrones, negras, trans, discas. Gente mostrando abiertamente su feminidad, masculinidad y todo lo que hay en medio y fuera de ella a través de sus gestos, su habla, e incluso algo tan sumamente binario cómo es un uniforme escolar. Y es que en Wicked los uniformes son tan individuales como uno quiera, con cien combinaciones distintas que eliminan el sesgo de género, tamaño y forma. Y cuando estás sumergido en este nuevo lugar, en lo que Dorothy debió sentir al pisar el camino de baldosas amarillas, llega el príncipe encantador. Ver a un hombre interpretado por alguien queer agarrar la camisa de compañeros, guiñar el ojo a compañeras y pisar el pecho de compañeres mientras les mira como si fueran la persona absolutamente más atractiva del mundo no entraba en mis planes de la sesión de cine.

Sentí alegría, algo no muy común en estos días, estoy harte de las referencias veladas, en invadir historias de un constante “no pero sí” o “no queríamos definirlo” de qué porcentaje de la población se quejará si hay un beso de Fulanita con Menganita, de si esta chica gorda dará el pego como persona atractiva para los demás. Yo quería y quiero esto, quiero desafiar la gravedad de este sistema que se siente como la maqueta en la que unos pocos deciden el lugar de todo y hasta dónde pueden llegar.

La ficción es un refugio, desde la infancia hasta la madurez y más allá de ella, un espacio cómodo que habitar cuando tu alrededor es hostil. El espacio que ofrece este musical es un mundo en el que abrazar el rosa, llevar gafas ornamentadas en pan de oro con reflejos arco iris, vivir tus emociones como mejor creas, sin juicios de ser llamativo, ruidoso, llorón o eufórico, algo muy necesario mientras estamos conviviendo con discursos contra la expresión emocional (incluso en concursos-realities sobre drag). Este espacio de refugio acoge también la otra parte, la verde: el vivir en un apariencia (elegida o impuesta) contra la norma, cuestionar lo establecido, luchar por y junto a los grupos oprimidos por un sistema que incluso comienza a aceptarte, abrazar tu cuerpo como merece ser abrazado. Es utopía y distopía a la vez, habitando la comodidad que queremos y cuestionando lo que se debe cambiar para que sea justa y real. Es curioso, porque ya vimos esta ficción siendo el refugio de un grupo de marginados aficionados a la música por muy diversas razones en un instinto estadounidense con una líder en chándal rojo, un profesor con ganas de ver a sus alumnes felices y una consejera escolar que no sabe muy bien cómo lidiar con su TOC.

Volviendo a la película, Wicked nutre nuestra identidad disidente con bondad y, a su vez, nuestra identidad activista con replanteamiento y posición. No solo nos muestra lo desgraciades que somos a veces y que hacer ante ello sino que también nos permite vernos en pantalla siendo felices, bailando con quien queramos, vistiendo con lo que nos dé la gana, y todo esto sin generar un ápice de violencia hacia nosotres por parte de los demás. Lo queer no está codificado en lo malo (como podemos ver en casi toda la historia de la cinematografía), tampoco en lo bueno.

Simplemente este Oz es queer.

Así que estos días, mientras espero volver a tener un cine cerca (llamamiento desde la ruralidad, necesitamos cine en los pueblos) me dedicaré a escuchar en mis cascos What is this feeling cantado por Ariana y Cynthia, ver el final más lésbicamenre épico de Arcane y poner en bucle como le crece el pelo platino a Paula al compás del ritmo en Pamela Anderson de Rigoberta Bandini.

Y antes de cerrar, enhorabuena a los fans de Glee por ser los primeros en

llegar aquí y recalcar que Elphaba tiene toda la cara de Gadyola y me encanta.

Juan Manuel Garcés Cabanillas

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