Los riders ya no son mensakas

El asunto de los repartidores de Glovo me reconcilia con la "palpitante actualidad" porque ya no se habla de ellos, ellas y elles, sino de lo material, lo palpable, lo crucial. Siempre pienso que la realidad política debería centrarse en lo tangible, no en lo etéreo; en lo palpable, no en lo emocional; en la cabeza, no en el corazón; en lo público de oficinas y calles, no en la intimidad de mesas y camas. Palpita, sí, la complicada realidad de unos ciclistas o motoristas que van de aquí para allá repartiendo paquetes a cambio de un peculio escaso y sin el respaldo legal de quien les paga: no son asalariados, son autónomos. Ellos cuidan de sus vehículos y de su seguridad social, pero trabajan para una misma empresa ocho horas al día o más y con una franja horaria impuesta. La ley y su trampa son tan viejas como el mundo. Con la primera ley surgieron los primeros tramposos, porque una trampa no es otra cosa que saltarse una norma. Cuantas más leyes, más tramposos: por eso soy partidario de pocas leyes y breves, pero bien aplicadas.

En los años ochenta, cuando la movida madrileña y otras movidas similares, existían los mensakas. Aquellos mensajeros eran el símbolo de una rebeldía juvenil que estaba encauzando la alegría y la violencia de salir de una dictadura muy apacible para el dictador. Llevaban la A de la Anarquía en la espalda y los más jóvenes de la movida, los recién llegados a su fiesta y a sus guerras, nos sentíamos fascinados por ellos. Uno nunca sabía qué transportaban, eran paquetes misteriosos, nunca grandes ni visibles: bombas, droga, vete a saber qué. Eran una tribu urbana vocacional, como los jevis, los mods, los rockers o los pijos; solo que los mensakas eran genuinamente ibéricos y no una copia de las tribus londinenses (o sí, no sé). Se escribía sobre ellos —Mensaka, de José Ángel Mañas— y se les homenajeaba con dibujitos memorables —Azagra en El Jueves—. Eran nuestros punkis, los verdaderos punkis. Uno aspiraba a ser mensaka, pero no tenía moto ni chupa de cuero y tampoco le admitían en la CNT, por niñato.

Con el paso de los años, con el cambio radical de la sociedad española, los mensakas perdieron sus signos identitarios, y se convirtieron en unos currantes sin disfraz y sin otra carga folklórica que su rostro casi siempre latinoamericano. Se hicieron riders, como dicta el mandato anglosajón. Hoy son, en su mayoría, inmigrantes muy jóvenes —dos de cada tres han nacido fuera de España— que reparten comida y bebida a domicilio, sin más misterio que este. No hay una pulsión vocacional ni estética reconocible en sus trayectos. No hay más que precariedad en movimiento y mucho riesgo para la circulación. La mayoría experimenta "altos niveles de cansancio y estrés", asegura el Observatorio Social de La Caixa.

Los autónomos sabemos lo que significa ser autónomo: carecer de vacaciones pagadas, no descansar en caso de enfermedad y tener como horizonte una jubilación pacata a cambio de una cuota mensual dolorosa, casi siempre injusta en relación con nuestros ingresos. Si esto acontece en favor de cierta libertad personal, vale, pero si formas parte de un entramado laboral fijo estamos ante un abuso de poder evidente.

Una vez casi atropello a un rider en una rotonda. Diluviaba y no lo vi venir. Él iba con poca iluminación y mucha prisa por repartir unas hamburguesas para el partido de fútbol; yo quería llegar a casa para ver ese partido en el que el Madrid se jugaba su pase a semifinales. Frené a tiempo, pero él derrapó. El chaval se incorporó sin ninguna lesión, por fortuna, y yo salí del coche al borde del infarto.

Entonces, llegó la policía municipal. Nos tomó los datos. Pero el chaval no tenía datos, solo un confuso acento sudamericano y ganas de marcharse cuanto antes. Trabajaba, pero no era nadie, ni siquiera un número. Su muerte no habría supuesto más que un dolor gigante para una familia oculta en algún barrio periférico de la ciudad. La policía lo dejó marchar. A lo lejos vi cómo se desvanecía mi pesadilla y llegué a tiempo de ver cómo el Madrid empataba el partido.

Acaba de sonar el telefonillo. Qué oportuno, justo cuando concluyo mi artículo. Quizá sea el rider con mi pedido. Quizá esta vez lo mire a los ojos y me pregunte si lo veo. Si de verdad lo veo.

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