Cuando está a punto de terminar el tercer año de guerra en Ucrania, es poco lo que podemos predecir sobre los movimientos en el frente y aún menos sobre la posible vuelta a los caminos de la diplomacia. Es probable que el presidente Trump pueda arrastrar a Zelenski a la mesa de negociaciones, pero ¿quién forzará a Putin a sentarse sin que se cumplan sus desmesuradas condiciones previas, que incluyen la cesión de Jersón y, con ella, el cruce gratuito del Dniéper para las tropas invasoras?
¿Podría Putin reducir sus demandas para hacer posible la paz? El lector y yo lo haríamos sin vacilar. Congelar el frente en su situación actual sería un gran resultado para Rusia, cuyo Ejercito, como ocurrió en Finlandia en 1939, no ha estado a la altura esperada pero en los primeros días de la invasión ha ocupado una gran extensión de terreno. Sin embargo ¿por qué iba a darse por satisfecho el líder ruso? Aún no se ha cumplido ninguno de los objetivos bélicos que se ha autoimpuesto y la entrada en la OTAN de Suecia y Finlandia, el mayor de los reveses sufrido por Rusia bajo la presidencia de Putin hasta la derrota de su aliado sirio, no va a revertirse. Por otra parte, la guerra le ha permitido deshacerse del barniz democrático heredado de Yeltsin, que claramente le molestaba. Basta hojear cualquier día la prensa doméstica rusa para reconocer que, aunque la historia ya no lo va a equiparar a Pedro el Grande, Putin ha logrado imponer un culto a la personalidad que hoy solo supera su aliado Kim Yong-un.
Amenazas vacías de contenido
Cuando el propio Trump ha dejado de decir que terminará la guerra de Ucrania en 24 horas, no seré yo quien haga apuestas sobre la fecha del posible final de la contienda. De lo que sí estoy seguro es de que en este año que ahora termina tampoco vamos a tener que sufrir una Tercera Guerra Mundial librada con armas nucleares. A pesar del alarmismo de las voces prorrusas en Occidente, no vamos a morir. Cómo había ocurrido en los dos años anteriores, las reiteradas amenazas del dictador ruso sobre el empleo de su arsenal atómico —quién sabe contra qué— se han quedado en palabras vacías.
Hay quien cree que, después de tantas advertencias echadas en saco roto por los gobiernos occidentales, a Putin le empieza a dar vergüenza insistir en el mismo farol. Esa interpretación hace el Instituto de Estudios de la Guerra —un think tank norteamericano conocido por sus siglas ISW— de las exageraciones del dictador sobre los méritos del nuevo misil Oréshnik. Lo que se ha escrito estos días sobre esta arma puede sonar ridículo a los entendidos, pero al menos se trata de una carta nueva, todavía no desacreditada por el abuso del dictador. Una carta que el Komsomólskaya Pravda —el diario ruso de mayor difusión— califica estos días como “una nueva y formidable arma de represalia, aterradora”.
Las anteriores armas milagro —así llamaba Hitler a las V1 y V2— de Vladimir Putin, el submarino Belgorod con sus torpedos del apocalipsis, el gigantesco misil intercontinental bautizado en occidente como Satán II y el hipersónico Kinzhal, ya han desaparecido de la atención pública. Sin embargo, el nuevo hijo predilecto del líder ruso tiene una extraña peculiaridad: el redescubrimiento de la energía cinética. Para Putin, basta el impacto de las veloces ojivas de este misil para replicar el efecto de una cabeza nuclear sin provocar el veto de Pekín o Nueva Delhi o las represalias de Occidente. Es una extraña vuelta al pasado, porque ya en el siglo XIX la humanidad descubrió que, para cualquier velocidad razonable del proyectil —la resistencia del aire impone límites prácticos a la cifra— la energía explosiva superaba a la cinética. Por eso se sustituyeron las balas macizas del siglo anterior por proyectiles rellenos de explosivos.
No habrá visto al lector a ninguna autoridad militar occidental —ni a ningún físico que yo conozca— preocupado por esta nueva amenaza. Puede que sí estén inquietos algunos líderes de opinión de la cuerda de Miguel Bosé y, junto a ellos, los prorrusos de siempre, entre los que se incluyen militares en la reserva bien conocidos por la opinión pública, capaces de dar crédito a cualquier cosa que diga el dictador, incluso si contradice los principios conocidos de la física. Pero basta la hemeroteca —todos ellos han profetizado la guerra nuclear en cada ocasión en la que lo ha hecho el propio Putin— para desenmascararles. Y, si el lector teme que esta sea la vez en que de verdad viene el lobo atómico, repare en el hecho de que, a pesar de la que consideran inminente destrucción de nuestro país, ninguno de ellos se ha ido a vivir al desierto de Atacama.
No es la vida, sino la libertad
Los españoles de a pie no deberíamos tener miedo de todo esto, como no tienen miedo muchos ucranianos que siguen defendiéndose como buenamente pueden de un enemigo que, a falta de talento —quizá su único acierto táctico en esta guerra haya sido la retirada bajo presión de la margen derecha del Dniéper— lo sustituye por tenacidad. A pesar del fabuloso Oreshnik, Kiev no ha dudado en asumir la autoría del atentado contra el general Kirílov. Un atentado contra un militar en activo que en absoluto contradice el derecho de la guerra —algo que sí hacen las amenazas del Kremlin contra los periodistas extranjeros que han explicado este importante matiz a los lectores occidentales— pero que demuestra que las amenazas de Putin no arredran al pueblo que quiere someter.
Aunque no sea nuestra vida lo que está en juego —afortunadamente Putin no tiene medios para matarnos que no conduzcan a la destrucción de Rusia y de él mismo—sí está amenazada nuestra libertad. Al menos la libertad de elegir a nuestros socios. Hay que recordar que fue la suspensión de un acuerdo de asociación con la UE, ordenada por el presidente Yanukóvich a instancias de Putin, la que en 2013 provocó el Euromaidán, el movimiento popular que sirvió de pretexto a Putin para la ocupación de Crimea y la guerra del Donbás.
Afortunadamente Putin no tiene medios para matarnos que no conduzcan a la destrucción de Rusia y de él mismo
Es obvio que Putin cree que sus 6.000 armas nucleares le dan derecho de veto sobre la admisión de candidatos a la Unión Europea o a la OTAN. Insiste sobre el asunto con un argumento que suena convincente a los no informados: “una potencia nuclear no puede perder una guerra”. Un argumento, sin embargo, falso. ¿Qué paso en Vietnam con EE.UU., en Afganistán con la URSS y la OTAN, o en Siria con la propia Rusia?
Lo que sí es cierto, en cambio, es que desde que los pueblos se han organizado en naciones —en lugar de reinos que podían cambiar de manos sin importarle más que a unos pocos— las guerras de conquista se han vuelto mucho más difíciles. Putin lo sabe pero, una vez fracasado su asalto a Kiev, no le queda más alternativa que seguir intentándolo y exige que se le dejen las manos libres. Sus amenazas son solo un farol pero, si en lugar de mantener el tipo cedemos una sola vez a sus demandas, ¿quién sabe sobre cuántas cuestiones más tendremos que hacerlo?