Que pongan sus nombres

El asesinato del pequeño Mateo, un niño de once años, en el pequeño pueblo de Mocejón, en Toledo, nos ha helado la sangre por dos motivos esenciales. El primero es que es incomprensible. Un chaval raro de veinte años, con problemas de adaptación social –hay miles así–, sale de su casa, se cuela por el roto de una valla metálica y se lía a cuchilladas con un crío que estaba allí jugando al fútbol con sus amigos. Le tocó a Mateo tan solo porque los otros niños corrieron más. Pero la pregunta es esta: ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo mató?

No lo sabemos. Pero lo espeluznante es que probablemente él tampoco lo sabe. En estos casos se suelen buscar siempre las mismas explicaciones. ¿Una venganza? No, el matarife no conocía al niño, no sabía quién era. ¿Ganas de llamar la atención de su familia? ¿Una locura, transitoria o no? ¿Un juego de rol o algo parecido? ¿Otro pirado que oía voces? Nada de todo eso lo explica, por lo menos hasta donde sabemos. Simplemente se le cruzaron los cables (una socorrida forma de decir que no tenemos ni idea de lo que pasa) y lo mató. Eso es lo que nos aterroriza. El miedo es la sensación que nos asalta ante algo amenazante que está ahí, que sentimos próximo, pero que no sabemos lo que es ni dónde está, no podemos siquiera imaginarlo. Y mucho menos preverlo o controlarlo. Eso es lo que hace que todos nos sintamos en peligro.

A esa gentuza le importaban un pimiento el niño Mateo, su muerte y el dolor de su familia

Pero el segundo motivo de nuestra indignación sí podemos controlarlo. Nada más conocerse el asesinato de Mateo, una caterva de malnacidos se lanzó a las redes sociales para asegurar que la muerte del niño era cosa de los inmigrantes y, más concretamente, de los que despectivamente llaman “menas”, menores de edad. Era mentira. El asesino es español, lo mismo que su familia. Estaban mintiendo. Estaban azuzando deliberadamente a los lectores de esas redes al odio y a la violencia contra los inmigrantes, que no tenían nada que ver en esta terrible historia. A esa gentuza le importaban un pimiento el niño Mateo, su muerte y el dolor de su familia. Sencillamente los utilizaron para envenenar la mente de quienes pudieran leerlos. Es un comportamiento muy parecido al de las ratas: si los encuentran, se alimentan de cadáveres. Pero esos cadáveres no les importan en absoluto. Simplemente se aprovechan de ellos.

Pero vamos a ver, ¿quiénes son? ¿Quiénes hacen esa canallada, que además de una canallada es un delito? Pues ahí está lo peor: que, con una sola excepción (un tal Pérez, que se hace llamar “Alvise”), tampoco lo sabemos. Las redes sociales, lo mismo que los “foros de lectores” de la mayoría de los periódicos, permiten el uso de “nicks”, alias o seudónimos para ocultar la identidad de quien escribe. Hace muchos años que algunos venimos diciendo que eso es una invitación expresa y formal a injuria, a la mentira y a la delincuencia. Así de claro. Quienes argumentan que perseguir eso sería ir contra la libertad de expresión olvidan que la libertad de expresión ampara a las personas. Con sus nombres y apellidos. No a los fantasmas ni a los seudónimos. Quienes seducen y luego chantajean a una cría por internet, haciéndose pasar por otras personas, están cometiendo un delito. Pues esto se le parece mucho.

Sé que nunca se debe argumentar con un ejemplo personal, pero en este caso voy a hacer una excepción. Yo he padecido durante casi 25 años (y padezco aún hoy) la persecución de un desequilibrado que me persigue en todos los medios en los que escribo o he escrito desde principios de este siglo. Nunca he sabido por qué. Se llama Julio y, por supuesto, sé quién es, aunque no le haya visto nunca. Nadie, en toda mi vida, me ha injuriado ni calumniado nunca como él. En todo este tiempo se ha ocultado detrás de decenas de “nicks”, que usaba muchas veces a la vez, para fingir que eran varias personas distintas; pero su estilo era inconfundible y al final quedaba al descubierto. Cuatro veces hube de recurrir a la unidad de la Guardia Civil especializada en estas cosas, porque el tipo no se limitaba a los insultos y pasaba a las amenazas directas. Nunca le sucedió nada. Prevalecía la “libertad de expresión”. O eso se me dijo.

Pues que deje de prevalecer, porque recurrir a la libertad de expresión para difundir falsedades, incitar al odio, amenazar a los demás y azuzar la violencia no puede ser legal ni remotamente. A raíz del asesinato del pequeño Mateo se ha levantado una tormenta de voces pidiendo el final del anonimato en las redes sociales (y en los foros de lectores de los diarios, me atrevo a añadir yo); que todos pongamos nuestros nombres, que nos identifiquemos y que nos responsabilicemos de lo que decimos. Pues ojalá esa tormenta sea larga. Yo firmo ahora mismo donde haga falta para que se recupere la eficacísima costumbre de las viejas “cartas al director”: todo el mundo con su nombre y apellidos, su DNI y su teléfono, y todos sometidos a la intervención de un moderador.

¿Sería ese el final de las redes sociales? No lo sé. Pero por lo menos sería el final de los vertederos. Que es donde viven las ratas. Ojalá podamos agradecerle eso al pequeño Mateo.

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