Las Navidades son sin duda la tradición más antigua de la mitad del mundo. Los creyentes las disfrutan con los recuerdos y prácticas de su fe, a lo cual tienen todo el derecho, y los no creyentes con diferentes celebraciones que propician reunirse en familia, compañeros de trabajo o amigos, comer mejor y diferentes celebraciones lúdicas que ayudan a romper con la monotonía del resto del año.
Pero, aunque resulte inexplicable, también han tenido enemigos todavía no olvidados que las han prohibido, abrogándose el derecho de decirnos a los demás lo que tenemos que creer y no podemos celebrar. Afortunadamente, desde que se disolvió la Unión Soviética, parece que hasta Vladímir Putin las respeta. Sin embargo, ya han surgido nuevos intrusos que, cuando menos, tratan de desfigurarlas.
En los Estados Unidos, uno de los países donde la tradición está más consolidada, no sé muy bien si fue el futuro presidente, Donald Trump, o algún miembro millonario de su anticipado Gobierno, ya ha propuesto privatizarlas. ¿Cómo? Pues aún no sabemos, no ha añadido detalles, pero es de suponer que de algún buen negocio debe de estarse fraguando. Aquí por fortuna esa tentación no existe y si existe nadie la ha anticipado.
Por el contrario, lo que se pretende en ciertos sectores de la intelectualidad podemita y afines es eclipsarlas, mantener los días de vacaciones sin justificarlas por las creencias, la tradición o lo que sea con tal de que se vaya olvidando el recuerdo. No será fácil los niños traen las Navidades impresas en el cordón umbilical, con la ilusión incluida de su día particular, el de los Reyes Magos. No será fácil, desde luego borrar estas tradiciones, aunque sin intentarlo que no quede. Por eso, se ha empezado a evitar la palabra Navidades en documentos oficiales y se ensaya sustituirla simplemente por el genérico fiestas, igual que si se tratase de las romerías de los pueblos.