Perdóname

Me da miedo volver a verte. Temo que se despierten emociones que creía superadas. Con lo que me costó cerrar las heridas y coserles tu nombre para que, al menos, quedaran bonitas. Siento pavor a que se abran y, esta vez, no las quiera cerrar.

Claro que, si me paro a pensar, más miedo me da no volver a compartir un amanecer contigo jamás.

Y es que me quedó el corazón en los huesos por la ausencia de tus besos, de tus caricias escondidas en un verso travieso. Y yo todavía me devano los sesos preguntándome cuándo nos tocará saciarnos de excesos, cuándo podré hundir mis dedos entre su pelo mientras le acaricio tus labios más gruesos, dejándote impresos en tu más privado acceso los mimos confesos que aún guardo para entregártelos ilesos.

Perdóname cuando te digo algo bonito. Ten compasión si con mis palabras indirectas te irrito. Disculpa por sugerir que mi cicatriz lleva tu nombre escrito. Indúltame si no te pido permiso cuando sobre tus labios me precipito. Lo siento, pero ya me he cansado de alejarte de a poquito. Si ha de ser con el océano entre las piernas, quiero existir dándole un fuerte mordisquito a todo aquello con lo que yo misma me limito. Sé que, tanto tú como yo, no queremos que nuestra historia se convierta en un mito. No me voy a sentir mal por ello, no cometo ningún delito.

Lamento sacarte de quicio, te aseguro que no es por vicio; te quiero demasiado y también odio tu maleficio, pero a mi razón le he ganado el juicio. ¿Sabes por qué me gustas incluso cuando te pones en plan ficticio? Porque cuando lloro y mi cara es más fea que Picio, tú me obligas a levantar la vista del suelo y me acompañas hasta el inicio.

Y aunque no lo parezca, hoy no sé sobre qué escribir. Estamos en cerca del otoño, mi estación favorita, en la que se supone que menos expiro. La más romántica, donde suele triunfar lo que el resto del año permanece sumergido. Sin embargo, es como si a mi bolígrafo le hubieran pegado un tiro. No paro de evocar aquellos momentos en los jardines del Retiro en que nos recostábamos sobre un profundo follaje y me lamías el cuello como un insaciable vampiro, queriendo hincarle el diente a mis labios más prohibidos. En vez de hacer sonar los muelles de la cama, nuestros cuerpos reventaban a crujidos una cama de hojas cobrizas como si arrugáramos un otoñal papiro.

Todo fue muy colorido hasta que nos atropelló el día en que paseábamos por este parque y tú llevabas el ceño más que fruncido. Tu rostro parecía hundido. Te pregunté qué ocurría y contestaste con un gruñido. Los tonos ocres y verdosos que septiembre había tejido en nuestro recorrido no hicieron mella en tus pupilas: nuestro amor había concluido. Y en medio de ese lugar, con el asfalto lloroso por haber llovido y los pétalos de entretiempo bailando en atrevidos giros, me soltaste sin titubeos: «ya no eres el aire que respiro. Que te jodan, yo me retiro».

Me quedé con el corazón desnutrido, observando cómo te alejabas derrumbando todo cuanto habíamos construido. Si fuiste capaz de hacer eso, sin importarte el cariño que nos hemos tenido, por mucho que el otoño sea el escenario ideal para que los enamorados suelten un sinfín de suspiros, lo siento, cielo, pero yo también me piro.

© Sara Levesque

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