Elogio de la risa

Cuando cunde la alegría las gentes están mejor. Vaya obviedad, se dirá. No tanto: hay veces que las alegrías son a costa de los seres humanos prójimos y exclusiva de los que ríen. Un país que ríe intransitivamente se puede permitir ciertos lujos. Por ejemplo, suprimir el servicio militar porque así lo pide un político catalán del cual se necesita su apoyo. Con las mismas, se le regalan los puertos del Estado porque total… Y se suprimen los gobiernos civiles como símbolo del franquismo aunque su origen no estaba en él ni mucho menos. Son cosas de la risa. De la risa de mediados de los 90 del siglo XX, que era muy diferente de la risa de ahora, aunque ambas cavernícolas.

Pero había otras risas. La sonrisa convexa del pueblo, que sí existe, tarda en repercutir en carcajada. Es más, casi nunca repercute porque las costuras del sufrimiento claman al cielo. Lo estamos viendo en Valencia: a un mes de la catástrofe siguen las imágenes espeluznantes, los coches destrozados y apilados, las casas enlodadas, las caras de dolor y desesperanza. ¿Se puede arreglar con dinero? Se debe paliar con dinero, con mucho dinero, y hasta empeñando la chorrera, si la tiene, del uniforme del general al que han nombrado político pero que no obedecerá ni hará caso a directrices políticas. Hubiera sido un eficaz gobernador civil ese militar de apellidos onomatopéyicos, en otra época por supuesto, en la de Amadeo de Saboya o en el Pleistoceno superior.

Quizás los libros de Arsuaga y Millás sobre nuestros antepasados neandertales nos lo aclare. Muy recomendables esos tres libros. Tienen una virtud casi orteguiana (de Ortega y Gasset según se mire): el título desmiente al contenido y viceversa. Son una enorme sonrisa, que acrecentará la risa del lector y de su familia, cuando se lean en familia.

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