La vida en cifras

Al contrario de lo que suele ocurrir con los Premios Nobel, los Ig Nobel no conllevan, por lo general, grandes polémicas. Se reciben como lo que son, premios que reconocen investigaciones serias sobre temas absurdos, provocan una sonrisa entre el resto de las noticias teñidas de sangre o bilis, y no vuelven a mencionarse hasta el año siguiente.

Pero este año el doctor Saul Justin Newman ha dado con un tema extraño, interesante y, al parecer, corrupto: tras la inocencia, e incluso la esperanza, de quienes imitaban las dietas, los comportamientos y hábitos de determinadas zonas del mundo ricas en personas centenarias se encontraba, en el mejor de los casos, un flagrante error de estadística; y en el peor, una estafa continuada al sistema de pensiones.

Esas zonas de las que la muerte parecía olvidarse con cierta frecuencia se encuentran en distintos lugares del mundo: Okinawa, Italia, Anatolia, Grecia. Fueron denominadas zonas azules, y en una línea que encaja a la perfección con las preocupaciones contemporáneas, se empaquetó aquello que podía venderse a quienes habían nacido en distritos menos longevos.

No podríamos comprar el aire puro, la tozuda indiferencia frente al estrés o la genética de aquellos que se habían confabulado con la naturaleza para superar los 105 años, pero sí sus productos fermentados, sus semillas o las recetas que alguien –con nombre, apellidos y buen ojo– había recopilado.

El doctor Newman, en cambio, se dirigió a esas zonas azules con un nuevo sistema de cruce de datos y la guadaña de una parca contemporánea: faltaban registros de nacimiento y sobraban pensiones que seguían siendo percibidas por abuelas ya muertas.

El recurrente sueño de la vida eterna ha sufrido un brusco despertar: no hay fórmulas mágicas, solo historias maravillosas y un negocio muy conveniente. Es lógico que tanta gente rechace el conocimiento: nos priva de esperanza.

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