¿De verdad viene el lobo?

Mientras se resuelve el acertijo Trump —ni siquiera él parece tener del todo claro si quiere pasar a la historia como el pacificador del mundo o como el abusón del patio del recreo— en Europa siguen pintando bastos. La invasión de Ucrania, hace ya casi tres años, ha vuelto a traer la guerra a nuestro continente después de ocho décadas sin oír el ruido del cañón.

Desde la derrota del Eje en 1945, habíamos vivido la entrada de las divisiones del Pacto de Varsovia en Hungría y Checoslovaquia y, más cercanos en el tiempo, los conflictos resultantes de la desintegración de Yugoslavia. Pero todo aquello tenía un cierto carácter de guerra civil en el bando comunista de la Guerra Fría —ya fuera entre los forzados aliados de la URSS o entre las naciones que, también a la fuerza, formaban la Yugoslavia de Tito— y al resto de Europa parecía no afectarle. Lo de Ucrania es otra cosa: la conquista de un Estado independiente por otro más poderoso, cuyo asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU debería implicar el compromiso de mantener la paz.

Si las tropas de Putin hubieran conseguido tomar Kiev en pocos días, es probable que el mundo hubiera seguido adelante sin conmoverse demasiado. Después de todo, eso es lo que ocurrió en Crimea. Pero pasó lo que pasó, y es la guerra —más que la ocupación del territorio, a pesar de la apuesta de la ONU por la integridad de las fronteras como mejor vía para evitar la ley del más fuerte—, la que ha destruido la falsa sensación de seguridad de que los europeos gozábamos hasta hace bien poco.

La feliz vida de las ovejas

Imagine el lector, si le place, a las naciones europeas como ovejas —no pretendo faltar al respeto a ninguna pero, desde la perspectiva de la seguridad, las similitudes son innegables— que pacen felices tras el cercado que las hace sentirse seguras. Un cercado de sólido alambre de espino, pero chapuceramente tendido sobre cuatro estacas verticales que, como la casa de paja del primero de los tres cerditos del conocido cuento infantil, se han venido abajo al primer soplido del lobo feroz.

Un cercado de sólido alambre de espino, pero chapuceramente tendido sobre cuatro estacas verticales que se han venido abajo al primer soplido del lobo feroz.

La primera de esas estacas era, sorprendentemente si lo juzgamos a posteriori, la negación del fenómeno de la guerra. Eran legión los europeos que la veían como algo superado por la humanidad, como la peste o la esclavitud. Todavía siguen siendo muchos los que la niegan —también hay quien a estas alturas sigue negando la pandemia de Covid— porque el ser humano es racional solo hasta donde llegan sus convicciones. Sin embargo, es probable que hoy seamos mayoría los que pensamos que, mientras haya un líder que sueñe con celebrar un Triunfo en las calles de Roma —y a todos se nos ocurren algunos, aunque quizá no sean los mismos los que nos preocupen a unos y a otros—, la lacra de la guerra no desaparecerá de la faz de la Tierra.

La segunda estaca de nuestro cercado era la ONU. Una estaca resquebrajada —otorgar el derecho de veto a los más poderosos era como poner a los lobos a cuidar de las ovejas—, pero que, durante ocho largas décadas, había logrado evitar lo peor al proscribir el derecho de conquista. Los historiadores del siglo XXI seguramente verán la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin como el golpe definitivo a las Naciones Unidas, de la misma manera que los del siglo pasado nos dijeron que la invasión de Abisinia por la Italia de Mussolini —otro dictador que decía buscar la gloria de Italia cuando la que anhelaba era la suya propia—puso el último clavo en el ataúd de la Sociedad de Naciones.

La tercera de las estacas, el arma nuclear, se ha visto completamente desnaturalizada por las amenazas del dictador del Kremlin. La barbaridad ética que supone la estrategia de Destrucción Mutua Asegurada —MAD, por sus siglas en inglés— tenía como pragmática justificación la capacidad mil veces demostrada de prevenir la guerra. Por desgracia, en manos de Putin las ojivas atómicas se han convertido en otra cosa: una herramienta para tratar de aislar a Kiev y, de esa manera, proteger “su” guerra. En la Europa del este preocupa, y mucho, lo que Putin pueda hacer bajo esa protección, que no va a desaparecer en el futuro previsible.

La última estaca del cercado donde vivíamos seguros, la que parecía más prometedora y la que más estrepitosamente se ha derrumbado, estaba levantada sobre las relaciones comerciales. Éramos muchos los que pensábamos que la interdependencia de las economías nacionales convertiría la guerra en algo indeseable para todos. Y es posible que sea así para las naciones, pero solo la ingenuidad pudo hacer que extendiéramos esa condición a los líderes que las dirigen.

El día que los seres humanos aprendamos a elegir nuestros líderes quizá habremos descabalgado al segundo de los jinetes del Apocalipsis

Seamos honestos, ¿qué precio, medido en sangre de sus soldados o en los apuros de los ciudadanos rusos para llegar a fin de mes, dejaría Putin de pagar para salir airoso del desastre ucraniano? ¿No veía el sufrimiento de la población de Gaza el difunto Yahya Sinwar como una herramienta estratégica para defender su causa? ¿De verdad quieren Maduro, Jamenei o Kim Jong-un lo mejor para sus pueblos? Añada el lector los líderes occidentales que crea que encajan en esta corta lista —de Trump, por el momento, solo tenemos sus baladronadas— porque es verdad que en todas partes cuecen habas. El día que los seres humanos aprendamos a elegir nuestros líderes quizá habremos descabalgado al segundo de los jinetes del Apocalipsis. Pero eso, me temo, no va a ocurrir mañana.

Un nuevo cercado

Vale. Se nos han caído las estacas que sustentaban el cercado de nuestra seguridad, pero ¿de verdad viene el lobo? ¡Quién sabe! Lo que a estas alturas sí deberíamos reconocer es que los lobos, como las meigas de los gallegos, haberlos haylos. Y, como son oportunistas —tanto los humanos como los de cuatro patas— deberíamos asumir también que si ven a las ovejas sueltas y sin protección tratarán de aprovecharse de la situación.

Después de muchas décadas de política del avestruz, los europeos necesitamos volver a levantar el cercado y, además, hacerlo sobre estacas más consistentes. Necesitamos perros pastores con cierta capacidad de intimidación y, en los tiempos que corren, no podemos asumir que bastará el mastín norteamericano —que, para más inri, acaba de gruñir a Dinamarca por Groenlandia— para disuadir a quienes fuera de nuestras fronteras —de los lobos de dentro solo puede defendernos la sensatez de las ovejas— tienen hambre de poder y sed de gloria.

Para volver a sentirnos seguros, los europeos necesitamos más cohesión política, algo que siempre es difícil entre gobiernos con diferentes ideologías y entre pueblos con deudas históricas nunca saldadas. Necesitamos recursos suficientes para la defensa, e invertirlos mejor superando barreras nacionales. Necesitamos estructuras militares más eficaces, con un carácter permanente que les dé credibilidad y consistencia. Y, más que todo lo anterior, necesitamos reforzar el compromiso ciudadano, nuestro talón de Aquiles. En la era de la desinformación, entienda el lector la cultura de defensa —la asignatura pendiente de los españoles— como el terreno firme donde tenemos que plantar las nuevas estacas de nuestro cercado para que aguanten los soplidos del lobo.

Necesitamos recursos suficientes para la defensa, e invertirlos mejor superando barreras nacionales. Necesitamos estructuras militares eficaces, con carácter permanente que les dé credibilidad y consistencia

Pero entonces, ¿de verdad viene el lobo? No lo hará si hacemos los deberes. Pero si, como hacen las verdaderas ovejas, preferimos ignorar lo que está ocurriendo en todo el mundo —aunque a nosotros nos preocupa Europa, no solo es nuestro continente el que vive el regreso de la guerra—, dejaremos que sea el lobo quien decida si viene o no. Y, con la historia de la humanidad en la mano, yo apostaría a que lo hará

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