A todos nos preocupa el buen funcionamiento de nuestro cuerpo. No obstante, no todas las deficiencias y patologías físicas las vivimos de la misma manera.
La prioridad número uno es que estemos vivos, por lo que, lógicamente, órganos como el cerebro, los pulmones y el corazón gozan de nuestro interés de una forma preferencial. En relación al resto, y aunque no sean absolutamente vitales, que los engranajes biológicos que intervienen en nuestra fisiología sexual funcionen adecuadamente genera muchas inquietudes. En el caso concreto del sexo masculino, que no tenga lugar una correcta erección se puede llegar a vivir como un auténtico drama.
Pero ¿qué ocurre en otros animales? ¿También manifiestan problemas de erección?
¿Qué es, fisiológicamente, una erección?
En condiciones normales, un entorno propicio para la práctica sexual activa el sistema nervioso autónomo, lo que provoca el aumento de los niveles de óxido nítrico (un vasodilatador) en las arterias trabeculares y en la musculatura lisa del pene. La consecuencia es la afluencia de sangre a los cuerpos cavernosos peneanos y, en menor medida, al cuerpo esponjoso. Simultáneamente, los músculos isquiocavernoso y bulboesponjoso comprimen las venas de los cuerpos cavernosos, restringiendo la salida y circulación de esta sangre hacia fuera del apéndice copulador.
Como consecuencia de la apertura de la puerta de entrada de sangre y el cierre de las de salida, los cuerpos cavernosos se llenan de fluido, se esponjan por aumento progresivo de la presión sanguínea (que puede llegar a alcanzar varios cientos de mm Hg) y el pene se pone erecto. Cuando disminuye la actividad parasimpática y se relajan los músculos, la sangre es drenada por las mencionadas venas y el pene retorna al estado de flacidez.
Es evidente, pues, que para que el pene entre en erección son necesarios tiempo y estimulación. No obstante, ante determinados problemas de salud, tanto física (fundamentalmente cardiovascular) como psicológica, este sistema deja de funcionar correctamente, imposibilitando la cópula y fastidiando al usuario.
¿Existen mecanismos alternativos en la naturaleza?
Aunque parezca sorprendente, la modalidad peneana humana es bastante excepcional. De hecho, la mayoría de los mamíferos gozan de una “asistencia ósea” para mantener el pene erecto. Se trata del llamado báculo, un hueso localizado en el eje longitudinal del pene y que posibilita al macho una penetración eficiente en cualquier momento pero que, sobre todo, favorece el alargamiento del tiempo de cópula.
Este sorprendente vástago es de lo más variado. De hecho, “el más diverso de todos los huesos” (como se le ha llegado a denominar) no solo adquiere formas plurales sino que manifiesta tamaños también muy distintos: de ser casi vestigiales en algunas especies de lemures a adquirir dimensiones sorprendentes, como los 65 cm de longitud que puede llegar a presentar en los machos de morsas.
Por el contrario, los marsupiales, las hienas, algunos lagomorfos como los conejos, y también los équidos comparten esta ausencia con los humanos. Este grupo de “machos discriminados” carecen además de una segunda ventaja, puesto que el báculo, cuando es alargado, protege la uretra en cópulas prolongadas al limitar su constricción distal, mantenerla abierta y facilitar el flujo del esperma a su través.
Pero ¿por qué los hombres carecen hueso peneano?
Si los primeros primates, emergidos a finales del Cretácico, tenían báculo, y éste se ha mantenido en la mayoría de los grupos de mamíferos que han ido surgiendo, ¿por qué se perdió en la línea evolutiva que generó nuestra especie?
La explicación podría estar en que el báculo favorecería las estrategias reproductivas en poblaciones con altos niveles de selección sexual postcopulatoria. De hecho, las especies de primates polígamas (donde la competencia sexual es muy intensa) tienen báculos más largos que los de las monógamas, lo que les permitiría alargar el coito. En otras palabras, se mantendría más tiempo “ocupada” a la hembra, evitando que copulara con otros machos y, consecuentemente, aumentando las probabilidades de que el afortunado “baculado” legara sus genes a la siguiente generación. Esta hipótesis se ha constatado en un curioso experimento con dos grupos de ratones, uno de ellos forzado a la monogamia.
Y… ¡premio! A lo largo de 27 generaciones se redujo el tamaño del hueso peneano en el grupo monógamo. Parece ser, pues, que si nos hacemos monógamos se disminuye la presión de selección a favor del mantenimiento del báculo.
Por otra parte, hace unos dos millones de años, se perdió el trozo de cromosoma que contenía la secuencia de ADN codificante del báculo. Esta mutación (delección) ocurrió cuando ya estaba bien avanzada nuestra línea de primates bípedos (los homininos) y separada, desde 4 millones de años antes, de la que originó chimpancés y bonobos (que son polígamos y tienen báculo).
Esto nos llevaría a la interesante conclusión de que los homininos nos hicimos monógamos en esa horquilla temporal, haciendo desaparecer las presiones evolutivas a favor del mantenimiento del báculo.
¿Quién pierde realmente en esta historia, los hombres o las mujeres?
En El Sexo Injusto explico que las cosas no siempre son lo que parecen cuando se contemplan bajo el prisma evolutivo.
En el caso del hueso peneano, aparentemente, parece una clara desventaja el tener que “trabajar” la erección del pene, máxime cuando cualquier contratiempo, físico o psicológico, puede generar más de una situación comprometida para los hombres. Sin embargo, y analizando este hecho desde el punto de vista evolutivo, la cosa no estaría tan clara. Al desaparecer los altos niveles de competencia sexual postcopulatoria, el único objetivo de los varones homininos durante la cópula se restringiría, exclusivamente, a la eyaculación.
Si, en términos de eficiencia biológica, ya da igual que los coitos sean “rapiditos”… ¿no podríamos pensar que las que pierden realmente son las mujeres?
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.