La actual Unión Europea tiene sus remotos orígenes en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero del año 1950. Fruto de la voluntad de no volver a pecar, es decir, no volver a guerrear, después de dos devastadoras y cruentas guerras mundiales, Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, a través de la regulación de los sectores del carbón y del acero de esos países, sentaron las bases de lo que sería la Europa de los seis con la firma, en 1957, de los tratados de Roma.
Desde entonces, ha pasado de todo, ha habido guerras localizadas en nuestro continente y ya somos 27 países. Veintisiete voluntades muchas veces discrepantes pero con un vínculo común, Europa, que en estos tiempos convulsos aparece como el último reducto de la democracia y la justicia social en el mundo. En cualquier caso, se ha avanzado a trompicones en la unión política y económica, y ahora asistimos perplejos a la depravación del halo institucional del despacho oval de la Casa Blanca de los Estados Unidos de América como sinécdoque de un desastre global.
Si Europa no afianza sus alianzas internas, no promueve sus valores con más fuerza y más allá de las actuales circunstancias, la humanidad está en el abismo más grande de su historia. Estamos en la encrucijada más relevante de los últimos dos siglos, sin posibilidad de retrocesos ni equivocaciones. No solo hay que armarse con más petardos, que no lo sé: hay que armarse de solidaridad, igualdad, fraternidad y más libertad. Ese debería ser el único horizonte en todas esas grandes reuniones que se están celebrando.
Por cierto, bienvenidos sean los británicos después de su tremendo error del brexit. Nadie les ha puesto un pero, nadie se lo va a poner porque Europa los necesita.