Avanzamos por las calles entre cajas vacías que desbordan de los contenedores pensados para reciclar, pero que agotan a diario su capacidad desde finales de noviembre, ese Black Friday fantasmagórico y omnipresente, hasta que finalizan unas rebajas alargadas en febrero hasta San Valentín. Los envoltorios son las cáscaras vacías de todo aquello que atiborra nuestras casas, cosas fabricadas con los distintos grados evolutivos del plástico, del poliéster de los vestidos de Año Nuevo al elastómero de los juguetes infantiles. En eso fundamentamos nuestro imperio, en el dominio del plástico y de la celulosa, sobre eso se construye el legado que dejamos.
Sobre las cajas del viernes negro caen las hojas del otoño tardío, como si se encontraran con el fantasma de su Navidad pasada y, en cierta medida, con el espectro de su Navidad futura: como si reconocieran el árbol que alguna vez conformó las fibras que ahora son una caja roja. Y las inclementes y por lo general feísimas luces navideñas, que ya se han encendido en todas partes, completan el paisaje del gasto absurdo, desorbitado, que mide nuestra infelicidad como ciudadanos y como consumidores. Algunas permanecerán ahí hasta el lunes triste y azul, la tercera semana de enero, que se combate, como nos han enseñado, con nuevas compras, bombones y series. El autocuidado se ha redirigido eficazmente hacia el gasto individual.
Cinco años han bastado para que se manejen con soltura los dos términos, el Black Friday, el Blue Monday. Las tradiciones mueren deprisa, los hábitos cambian aún a mayor velocidad. En cinco años más no sabemos qué espacio del año colonizarán las cajas ni si quedarán cajas en el mundo para envolver más plástico, más tecnología, más objetos estrictamente inútiles mañana, pero oh, tan necesarios hoy. Tampoco yo sé cómo salir de ello. Como casi siempre, llego tarde a la solución.