Imposible parar

Cesa el mundo excepto las guerras, que no cierran por vacaciones, al revés: aprovechan para atacar más. Al menos en apariencia en agosto se ha detenido la actividad. Incluso el turismo, que implica movimiento –y dinero–, induce a una renuncia, una suspensión de la propia vida, que podría ser otra.

Pero sentimos que es imposible parar. Y no sólo porque los móviles nos han abducido y no sabemos qué hacen, también por el cableado humano, programado para estar alerta, por la precariedad íntima global, por las fiestas y el roce de cuerpos. En agosto, el espacio es el tiempo.

También es curioso que la palabra “móvil”, que puede significar causa u objetivo –“el móvil del crimen”–, sirva para nombrar al objeto que nos agita: en algunos sucesos coincide que el móvil del atraco, y a veces del crimen, es robar el móvil de la víctima. El móvil es el móvil.

En efecto, además de forzarnos a la inmovilidad, a la máxima quietud exterior (un recogimiento) el móvil es el tótem que nos pone en el mundo, en los demás. Quietud exterior, rigidez y hervor de neuronas. Incluso apagado –si alguien lo apaga–, sabemos que sigue conectado con sus creadores. A Dios, en su época, tampoco se le podía apagar.

Todo cesa en agosto pero sentimos que, además y antes de que entregáramos nuestro tiempo neuronal al móvil, la naturaleza y la evolución imponen un mínimo de rpm del que no se puede bajar. Quizá cada cual viene de serie con esas revoluciones por minuto ya impresas. Igual que la culpa, el miedo y otras pulsiones esenciales, la velocidad neuronal viene en el cableado. Hay personas que van más revolucionadas. Oriente ha buscado durante milenios cómo rebajar o dejar a cero esas rpm que nos zarandean entre el pasado y el futuro. Necesitamos creer que la actividad disminuye en agosto, aunque estemos en un hervidero en plena agitación.

Ni el espacio ni el tiempo existen pero nuestra forma de existir en el mundo viene con ellos

Las rpm neuronales son la vida, que fija los límites y los tiempos. Ni el espacio ni el tiempo existen pero nuestra forma de existir en el mundo viene con ellos, somos cuerpo anclado en espacio y sometido al tiempo. O somos creadores de esas formas de estar.

Hemos acortado el espacio –¡volamos!– y prolongamos la duración de la vida; son conquistas recientes pero enseguida nos parecen poco. Y están llenas de exigencias y condiciones.

Y errores: el error es un mensaje más o menos cifrado: el error es no hacer caso del error. Los errores en la redacción de tantas leyes de los gobiernos de Pedro Sánchez.

El error del proveedor que reventó la nube de Microsoft. Los errores del transbordador espacial de Boeing, que ha dejado a dos astronautas que iban a pasar ocho días a la Estación Espacial Internacional (EEI) encerrados allí hasta febrero del año que viene.

Hay errores que sólo se entienden después de mucho tiempo y dedicación. El del transbordador de la NASA Challenger que estalló nada más despegar matando a sus siete tripulantes en 1986 (el año de Chernóbil, paradigma de errores) y que tuvo que recurrir al científico Rychard Feynman para averiguar las causas del desastre.

Agosto produce la pequeña utopía de frenar el tiempo, de bajar esa constante de rpm y acaso leer algo, pero todo exige utilidad, rentabilidad… amor. El amor es la medida exacta de la rentabilidad, de la utilidad, del retorno. Este enfoque parece heterodoxo pero los inversores de largo recorrido saben que es infalible. El amor mueve los mercados. Las operaciones se sellan en milisegundos y a veces hay un chasquido emocional o un error del algoritmo y todo se hunde por un instante.

Todo eso ha pasado este verano en el que se ha declarado una nueva aflicción, la turismofobia, multitudes con móviles corriendo contra el tiempo, tratando de ralentizar y acelerar a la vez el régimen de giro de sus motores neuronales, el del estómago, el del cableado general, el del cerebro. El mes de calor extremo ha recocido estos sistemas en pleno verano emocional y el humo de los incendios canadienses –y quizá de otros sitios más cercanos donde hay guerras– ha enharinado los días con un velo que quizá es un filtro de Instagram.

Oriente ha invertido tres o cuatro mil años en rebajar esas rpm y Occidente ha apostado por las pastillas de modo que los dos métodos se complementan y se agarran a la pausa del verano, pero a mí me va la pierna a mil por hora y temo que este mosquito insaciable sea también un dron.

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