Más allá de las ocurrencias que Trump publica cada día en Truth Social, siempre grandilocuentes y a menudo contradictorias, es el voto de Washington contra la condena a Rusia por la invasión de Ucrania el que añadirá una mancha indeleble a la historia de los Estados Unidos. Da cierta pena ver al país que durante tanto tiempo hizo suyo el compromiso de Abraham Lincoln en Gettysburg —que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra— sumando su voto a los de Bielorrusia, Nicaragua y las dictaduras militares del Sahel para dar impunidad a Vladimir Putin.
A quienes le acusan de arrodillarse ante el dictador ruso les responde Trump que lo que busca es la paz. Pero la paz no se consigue recompensando al agresor, como no se pone fin a las violaciones concediendo a los criminales ciertos derechos sobre las víctimas. Y eso lo sabe el presidente de los EEUU tan bien como cualquiera de nosotros.
Si no es la paz, ¿qué mueve a Donald Trump a romper con la trayectoria de su país en el último siglo, no exenta de abusos —la nación que esté libre de pecado que tire la primera piedra— pero formalmente comprometida con la democracia? Es difícil saberlo. ¿Hay detrás de Trump un estadista frío y calculador, que busca en Putin la complicidad que necesita para frenar a China, repartirse el Ártico a costa de Canadá y Groenlandia o apoderarse del canal de Panamá? ¿Hay quizá un hombre de negocios sin escrúpulos, que solo aspira a enriquecer las arcas del estado y las suyas propias arrebatando el pan a quienes pasan hambre? ¿Hay, sencillamente, un hombre resentido y vanidoso, adicto al poder y sediento de venganza, capaz de cualquier cosa para hacer pagar a sus enemigos políticos —Zelenski es uno de ellos desde que en 2019 se negó a investigar los negocios de Hunter Biden en Ucrania— desaires anteriores?
La paz no se consigue recompensando al agresor, como no se pone fin a las violaciones concediendo a los criminales ciertos derechos sobre las víctimas
Solo Trump podría dar respuesta cierta a esas preguntas, como solo Vladimir Putin puede confesar el verdadero motivo de la invasión de Ucrania. Detrás del dictador ruso ¿hay un patriota que busca devolver a Rusia la gloria de los zares? ¿Un militar que trata de mejorar las posiciones defensivas de su país? ¿Un idealista que defiende la religión —desde que el patriarca Cirilo declaró la guerra santa, hasta se le ve alguna vez por la iglesia— y los valores tradicionales frente a la permisividad occidental? ¿O hay solamente un hombre calculador y cruel, tan adicto al poder y sediento de venganza como el propio Trump pero bastante más malvado, dispuesto a pagar cualquier precio por el privilegio de reverdecer los laureles ganados en Crimea y celebrar un Triunfo romano en las calles de Moscú?
Podríamos devanarnos los sesos para tratar de dilucidar todas estas cuestiones, pero sería un esfuerzo tan estéril como el de los conejos que, en lugar de huir al escuchar el primer ladrido, perdieron su tiempo —y los últimos minutos de sus vidas— discutiendo si los perros que les perseguían eran galgos o podencos. Bien haríamos nosotros en aprender de aquella fábula que terminó tan mal para los pobres roedores. Así, en lugar de entregarnos a la tarea de tratar de comprender a los líderes que por momentos nos están arrollando, es mejor que empecemos a preguntarnos qué papel queremos que juegue Europa en el nuevo orden mundial que ya se está creando sin contar con nosotros.
Es mejor que empecemos a preguntarnos qué papel queremos que juegue Europa en el nuevo orden mundial que ya se está creando sin contar con nosotros
Venimos de dónde venimos, y habrá quien prefiera que Europa se limite a desaparecer, dejando que cada uno de los orgullosos reinos de Taifas que la forman se busque la vida en la jungla donde, despojados de sus disfraces de perros pastores, cazan los poderosos. Habrá quien prefiera una Europa débil que, pasada su época de esplendor, se arrodille ante los nuevos señores… y el que venga detrás que arree. Habrá quien sueñe con una Europa unida y fuerte, pero solo si se construye a imagen y semejanza de sus deseos y en torno a su forma particular de entender el mundo. Habrá, por último, quien quiera arrimar el hombro a una tarea compleja que exigirá concesiones —el resultado no puede gustar a todos, pero sí tiene que ser aceptable para una amplia mayoría— y sacrificios. Una Europa que aúne su voluntad de construir un mundo mejor y su necesidad de vivir en una jungla donde quien renuncia unilateralmente a la fuerza no solo arriesga su seguridad, sino que pierde su asiento en las mesas donde se negocia el futuro de todos.
Tome cada uno su propia postura, pero en lo que todos deberíamos estar de acuerdo es en la urgencia de ese debate. Porque, una vez que galgos y podencos se atreven a ir de la mano en la Asamblea General de las Naciones Unidas, me parece que no está tan lejos el momento de que terminemos entre sus fauces.