El pintalabios (parte II)

Su tripita cervecera de miel, a la que ansiaba abrazarme a la hora de dormir. Sus piernas, eternas e ideales para caminar junto a ellas por la marcha más larga. Esos pies que tanto me apetecía masajear y calentar si se le enfriaban alguna vez. Sus manos de uñas perfectamente cortadas, excelentes para comprobar si era diestra en algo más que en coger lo que le apetecía cuando se le antojaba y largarse a pensar en ella misma. Su cueva más privada, donde una adicta a los deportes de riesgo como yo deseaba practicar la apnea. Su cabello ondulado y rubio. Rubio zorra. Al menos cuando se lo alisaba y se pintaba los labios de rojo. No sé por qué lo pensé, fue sin maldad. Solo una mala pasada del demonio en mi hombro izquierdo. Un latido me palpitó muy al sur del corazón. De repente, para entrar en calor y combatir la soledad del lugar, me pareció una excelente idea tenderle la mano a su silueta y pedirle que se metiera en el saco de dormir conmigo, a ver quién de las dos era más zorra.

Era como una sandía y no solo por mis deseos de rebañarla y que me rebosara su jugo por la boca, sino porque no tenía vitamina ninguna, solo agua con colorante, pero tan refrescante en todos los sentidos que no podía evitar querer llevarme a la boca sus besos y toda la humedad que quisiera compartir conmigo. La idea me pareció muy seductora. Mientras paseaba los dedos por encima de mis labios —lo único nada frondoso en aquel bosque—, empecé a sentir el calor de su piel sobre la mía. Su humedad empapando con timidez mi pierna. Me encantaría que hiciéramos el amor a versos, solo con nuestras voces, acariciándonos entre declamaciones, anhelando tocarnos con un beso. Recordé cuando me dio la receta de su mousse de chocolate vegana y empecé a tener mono de dulce. Creo que no comemos el chocolate de la misma forma.

Recorrí sus senos hasta sus duros y dulces extremos, en los que se me antojó derramar todas las variantes de chocolate y lamerlo hasta saciarme con sus gemidos. Unas golosinas que deseaba llevarme al alma. Uno de los pocos dulces que me gustaban. El chocolate es más intenso cuando se toma sobre la piel. Cuando está caliente y se bebe mezclado con el calor de los labios, de los lóbulos de las orejas, del cuello... Cuando rueda por los pechos y desciende hasta la cintura, rodeando el ombligo con sorprendente maestría. Esa gotita traviesa que se escapa y desliza hasta donde no debe... Inmediatamente, recordé que no estaba allí.

Saqué los dedos, los limpié, le pedí a Tessa que se recogiera sus zorreados cabellos y traté de dormir.

© Sara Levesque

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