Hay un gran asunto que desde hace unos días divide a este país en dos mitades irreconciliables. ¿Lo de Ábalos y Koldo? ¿Las aventuras judiciales del fiscal general del Estado? ¿La sequía de viviendas públicas? No, lo de Amaia y lo de Leire. Y cuando me refiero a ellas no tengo ni que escribir sus apellidos para que sepan ya de quién les estoy hablando.
Somos un país al que le pone una buena separación, una fractura, un amor roto, una humillación y una resurrección. Y lo de La Oreja de Van Gogh y el despido seco de quien fuera su cantante durante 17 años y la supuesta vuelta de su vocalista original nos demuestra por qué Goya nos dibujó a los españoles a garrotazo limpio y por qué nos gusta más un reality que comer con las manos.
Somos incapaces de no tomar partido. PSOE o PP, Broncano o Motos, Madrid o Barcelona, Ángel Martín o Pantomima Full, Amaia Montero o Leire Martínez. Y así con todo. Llevamos el fentanilo de la polarización en la sangre. No hay disputa que no se convierta en una guerra con voluntarios dispuestos a derramar un cargamento de insultos sobre el enemigo al que asignamos el papel de villano.
Y sí, nos divertimos un rato grande con todas estas peleas retransmitidas en los platós de las televisiones y en los reels de Instagram, pero a veces, algunas veces, nos olvidamos de que despotricamos sobre personas que no tienen por qué soportar que, cada dos por tres, montemos tribunales populares donde juzgamos sus comportamientos como si fuéramos magistrados de un tribunal de la Inquisición.
Y, por supuesto, nos olvidamos de que a uno le pueden gustar Broncano y Motos, Amaia y Leire o que el PP y el PSOE se pongan alguna vez de acuerdo en algo. Y que no por eso, ese uno deja de ser tan español como el que solo sabe pensar en términos de buenos y de malos, de inocentes y de villanos.