Son palabras del rey en Valencia, en su primera visita a la catástrofe: "No hagáis caso de todo lo que se publica, porque hay mucha intoxicación informativa y mucha gente interesada en que haya caos". Pocas veces habrá tenido Felipe VI más razón en lo que dice sin tener delante un discurso escrito. Mientras decía esto, le tiraban barro y le llamaban atrocidades, a él y a quienes le acompañaban. Diez minutos después, las víctimas de la tragedia (las de verdad) le abrazaban, le besaban las manos y lloraban en su hombro. El rey hizo más por la Corona en ese mal rato que en veinte inauguraciones oficiales. Se ganó el puesto como muy pocos.
¿Mucha gente interesada en que haya caos? Desde luego que sí. Los que, en redes sociales y amparados por la cobardía del anonimato, insultan y amenazan a los científicos que hablan de la evidencia inocultable del cambio climático. Los que graban, difunden y multiplican la propagación de "informaciones" y vídeos llenos de mentiras sobre el alcance de la tragedia, como esa canallada del supuesto camión frigorífico sacando a escondidas cadáveres del parking de un centro comercial: no había allí ningún muerto, como se comprobó después; era todo falso, pero el veneno ya estaba esparcido. Los fanáticos y algún pobre desquiciado que repiten esas falsedades allí donde mejor se manejan, que son las redes sociales. Son los atizadores del miedo y del caos, como decía el rey, pero sobre todo son los atizadores de la desconfianza.
Eso es lo que más buscan. Los que gritan "el pueblo salva al pueblo" están lanzando una evidencia cuya mayor gloria son las decenas de miles de voluntarios que han ido allí, desde todas partes, a quitar barro y a ayudar. Pero quienes dicen que solo el pueblo salva al pueblo están atizando la desconfianza en las instituciones, en el Ejército, en los organismos públicos, en el Estado. Es decir, en la democracia. Además, eso también es mentira: el Estado somos todos. Cuando sobreviene una catástrofe como la de Valencia, ayudamos todos. Los que van allí, con sus manos. Los que no podemos ir, con los organismos públicos que pagamos entre todos.
¿Qué pretende esa caterva de voceadores, de atizadores del odio y de mentirosos, cada vez más nutrida? ¿La destrucción del Estado? No. Pretenden sembrar la sospecha, la incredulidad ante las instituciones, incluidos los políticos de todos los colores que nosotros mismos hemos elegido; la reticencia y el desprecio por el Estado democrático que tenemos el privilegio de disfrutar y que, con todos sus fallos, garantiza nuestra libertad y nuestros derechos individuales. Es decir, buscan el caos, como dijo el rey. Esto mismo sucedió hace ahora 100 años y el resultado fue el triunfo del fascismo, que sembró Europa de millones de cadáveres. Pero antes de la matanza, durante unos pocos años, los atizadores del miedo y del odio lograron controlar ese Estado… contra el que ahora quieren ponernos. Otra vez.
Hace muchos años que tengo claro que ese, el auge de la extrema derecha, es el peor de los males de nuestro tiempo y de nuestro mundo. Peor que el yihadismo, peor que el separatismo, incluso peor que el cambio climático que ellos se empeñan en negar. Es un lento tsunami de odio envenenado que está regresando después de un siglo. Busca, ante todo, la credulidad, la sumisión de los ignorantes, de los decepcionados, de los que prefieren no pensar y que otros, esa gente, los caudillos salvapatrias, piensen por ellos. Lo mismo que hace 100 años.
Y mientras ese tsunami de atizadores avanza sin que nada parezca capaz de detenerlo, nosotros, los que sí creemos en la democracia, nos entretenemos tirándonos de los pelos para determinar dónde se metió Mazón durante dos horas y con ello hacer pupita al partido de enfrente. Cuesta trabajo, mucho trabajo, seguir pensando que sí tenemos remedio.