En los primeros minutos de su intervención ante el Congreso de Estados Unidos, Donald Trump mostró a su país y al mundo esa característica tan suya, y ya conocida por todos, de hablar maravillas de sí mismo: "Muchos han dicho que el primer mes de nuestra presidencia -es nuestra presidencia- es el más exitoso en la historia de nuestra nación. Y lo que la hace aún más impresionante es que ¿sabéis quién es el número dos? ¡George Washington! ¿Qué me decís de eso?". De inmediato, reconoció que no conocía esa supuesta lista, pero ¿a quién le importa que esa lista no exista? Trump es un experto en el ejercicio del fanfarroneo, característica incompatible con una mente bien construida. Pero es efectivo.
En la hora y media larga que duró su intervención insultó a su predecesor, hizo escarnio de la oposición, ridiculizó la preocupación por el medio ambiente, desairó a quienes defienden los derechos humanos, y zahirió las políticas de diversidad e inclusión, por citar solo algunas de sus numerosas bravatas.
En un nuevo ataque de pasión imperialista, insistió en recuperar el Canal de Panamá y en controlar Groenlandia "de una manera o de otra". Mintió otra vez sobre el montante de la ayuda de Estados Unidos a Ucrania: 350.000 millones de dólares, cuando la realidad no alcanza ni a la mitad de esa cifra, por debajo de la europea. Pero, ¿qué valor tiene la verdad en el nuevo mundo trumpista?
"Tenemos un océano que nos separa" de Europa, dijo el presidente, en un arranque de desprecio trasatlántico. Y es de agradecer su franqueza, porque quizá ultrajes como ese, en el inicio de su mandato, obliguen a la Unión Europea a despertar pronto de su sueño naif de flower power en el que los ciudadanos del continente nos instalamos al terminar la Segunda Guerra Mundial, confiando en que los americanos vendrían a salvarnos siempre que los necesitáramos. Eso se acabó, al menos mientras el trumpismo sea dueño de la situación.
Ahora, Trump hace con Putin el mismo erróneo ejercicio de sumisión que el líder soviético Stalin (sí, un dictador sangriento también puede ser sumiso a otro más poderoso), cuando creyó que el jefe nazi cumpliría el pacto Molotov-Ribentrop y no invadiría Rusia. O tan ingenuo como el primer ministro británico Neville Chamberlain, cuando quiso creer que el Führer se conformaría con la anexión de los Sudetes checoslovacos. En la cumbre Hitler-Chamberlain de Múnich en 1938 no se dejó participar a Checoslovaquia, que era el país invadido. Ahora, Trump ha querido que sus asesores se reúnan solo con los hombres de Putin, sin participación de Ucrania.
Como ya advirtió Churchill, Chamberlain "tenía que elegir entre la guerra y la vergüenza; eligió la vergüenza; tendrá la guerra". Y así fue.