Al menos de Danzig no dijo nada

El hombre que dijo, hace no mucho tiempo, que ojalá tuviese él los generales que tenía Hitler, acaba de tomar posesión como presidente de Estados Unidos. Por segunda vez. El discurso de Donald Trump fue, visto por cualquiera que no habite en las inmediaciones de su imprevisible cabeza, un puro escalofrío.

Se proclamó elegido por Dios. Anunció que le cambiaría el nombre al golfo de México, como si él pudiera hacer eso. Aseguró que EEUU retomará el control del Canal de Panamá para librarlo del control de China, control que no existe más que en su cabeza. Proclamó la "emergencia nacional" –la militarización– de la frontera con México para cortar la "invasión de inmigrantes". Avisó del final de las restricciones al uso y abuso de los combustibles fósiles (es decir, se acabó la "voluntad verde" de sus antecesores) y promulgó el principio de una "edad de oro" para su país, la mejor de toda su historia. Pero al menos de Danzig no dijo nada.

Es poco probable que Trump sepa dónde está Danzig ni qué pasó allí. Danzig, que en polaco se llama Gdansk, era una ciudad de mayoría alemana que el Tratado de Versalles (1919) quitó a Alemania y colocó bajo la tutela de la Sociedad de Naciones. A finales de los años 30, Hitler se había apropiado ya de Renania, Austria y los Sudetes checoslovacos. La recuperación de Danzig fue el pretexto que aquel hombre ansiaba para invadir Polonia y comenzar la Segunda Guerra Mundial, que era lo que de verdad quería.

No es creíble, al menos a fecha de hoy, que Donald Trump esté buscando justificaciones para comenzar una guerra con nadie. Se llama a sí mismo "el pacificador", pero es que eso también lo hacía Hitler. Lo que hasta ahora ha hecho con sus anuncios de 'incorporar' Groenlandia, Canadá y el canal panameño al territorio de EEUU son lo que el diccionario de la Real Academia llama baladronadas; es decir, fanfarronadas propias de quien presume de valiente. Algo que nadie se molestaría en tomar en serio si este sujeto no fuese, por segunda vez, presidente de Estados Unidos. No es –repito, a fecha de hoy– imaginable que Trump esté tratando de encontrar un Danzig para invadir a otros.

Pero es que precisamente eso, su condición de baladrón, fanfarrón o matasiete, fue lo más espeluznante de su discurso. Nadie en absoluto sabe lo que puede pasar por esa cabeza. Trump es un hombre imprevisible que se cree un genio y un enviado divino para salvar a su país, aunque no esté nada claro de qué hay que salvarlo. Trump utiliza una retórica patriotera y apocalíptica de corte explícitamente imperialista y agresivo. De nuevo, eso fue exactamente lo mismo que hizo Adolf Hitler durante sus primeros años de gobierno. La comparación puede que sea exagerada, pero es inevitable.

Ojalá el cielo no permita que este hombre "desatinado, fuera del orden natural de las cosas", como decía en el siglo XVII el humanista español Martín González de Cellorigo, encuentre un Danzig al que agarrarse para poner en marcha sus sueños o sus delirios. Más nos vale a todos. Pero puede que anteayer, lunes 20 de enero, haya comenzado el apocalipsis. Y nadie nos avisó.

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