El pasado viernes, el Grupo Socialista en el Congreso presentó una proposición de ley con el objetivo de impedir «el acoso derivado de acciones judiciales abusivas», limitando hasta dejar prácticamente inservible el uso del instrumento constitucional de la acusación popular. Para ello, entre otros cambios, pretende prohibirla a los partidos y circunscribirla a la parte del juicio oral y a la formulación inicial de la querella, excluyéndola de la fase de la instrucción, cuyo protagonismo se reserva al Ministerio Fiscal.
Uno de los aspectos más criticados tanto por la oposición como por todas las asociaciones judiciales es que la reforma será aplicable a los procesos que se encuentran en curso, con lo que decaerían algunos casos que molestan al Gobierno, concretamente el que se sigue contra la mujer del presidente, Begoña Gómez, y el que afecta al fiscal general, García Ortiz. En ambos, la Fiscalía se ha opuesto a la apertura de diligencias, con lo que de aprobarse dicha ley quedarían archivados.
Aunque es cierto que ha habido un uso de la acusación popular con fines políticos espurios, sobre todo por parte de los partidos, y que no es la primera vez que se intenta reformarla, la propuesta huele a búsqueda de impunidad para los casos citados. Los críticos con la figura de la acusación popular argumentan que no tiene equivalentes en Europa. Pero esa tampoco es una razón suficiente para desactivarla. Se incluyó en la Constitución, artículo 125, por considerar que la ciudadanía también forma parte de la Justicia, como instrumento progresista, al igual que la institución del jurado.
Globalmente, la acusación popular ha llevado la iniciativa en causas mediáticas relevantes y ha sido útil allí donde la Fiscalía se oponía o era reacia a investigar. Muchos son los ejemplos, como el caso de la tarjetas ‘black’ de Caja Madrid, que acabó con una condena de cárcel para Rodrigo Rato; el caso Nóos, que logró incluir a la infanta Cristina en un macrojuicio; o el caso Gürtel, que políticamente acabó con Mariano Rajoy.
Por último, la proposición de ley se hace eco de un discurso que cuestiona constantemente la labor de los jueces y menosprecia que sin tribunales neutrales no hay democracia. Para ello plantea ampliar los motivos de su abstención y recusación, algo que, en realidad, como defienden las asociaciones judiciales, ya está bien regulado. Igualmente, formula que no se puedan admitir denuncias sin elementos fácticos, basadas exclusivamente en informaciones periodísticas. Pero los tribunales también aplican ese criterio, que es el de la jurisprudencia del Tribunal Supremo. En resumen, la propuesta socialista se carga la acusación popular y busca un beneficio con nombres y apellidos.