No queremos héroes que se descuelguen desde helicópteros para salvar a personas aisladas de puntillas sobre el barro y el agua, aterrorizadas, mientras los bomberos que se juegan la vida mantienen la calma y recuerdan las instrucciones para situaciones como estas, lluvias torrenciales, ríos desbocados, alertas que suenan tarde y carreteras cubiertas de limo.
No queremos historias de supervivencia ejemplares en las que niños, casi bebés, aguardan impertérritos a que el peligro pase mientras sus padres juegan con ellos a lo que se les ocurre, a cualquier cosa que les aparte la mirada de los coches arrollados por el agua, a los árboles vencidos, a la casa inundada en la que jugaban unas horas antes.
No queremos excusas ni explicaciones cuando todo ya ha ocurrido, cuando se despiertan los fantasmas de errores pasados y surgen las voces de quienes sobrevivieron a torrenteras, a inundaciones, a riadas. No sirven porque habría que remontarse a mucho antes de lo que los responsables desearían, a las decisiones guiadas por la codicia, por los cálculos mal realizados, por el dinerito que uno se ahorraba en prevención, en costes, en una finca que venía al pelo para construir.
Habría que retroceder hasta cuando educamos a este país en la desconfianza hacia las advertencias, y al desprecio por la vida humana de quienes trabajan cada día y atraviesan esas mismas carreteras, se agrupan en los mismos polígonos y pueblan los centros comerciales en los que algunos han pagado el miedo a perder el trabajo con la vida.
No queremos otra cosa que no sean las soluciones futuras, las responsabilidades presentes, el duelo por los muertos y la promesa de que nada de esto volverá a ocurrir, ni los niños muertos ni las calles arrasadas ni los ancianos atrapados en el barro y la inmundicia en sus sillas de ruedas. Eso queremos. ¿Quién nos lo puede dar?