Está visto que no debemos tomarnos en serio las promesas de los políticos. Sin embargo, no hay que pasar por alto las mentiras, ya que un requisito básico para una conversación pública saludable es el valor de la palabra. De lo contrario todo vale. El congreso de Junts ha estado marcado por la elección como presidente de Carles Puigdemont, quien en abril de este año anunció que abandonaría la política activa si no alcanzaba la Generalitat, y tras las autonómicas afirmó que regresaría para asistir a la sesión de investidura del nuevo Parlamento catalán, "solo un golpe de Estado me impedirá estar allí", remató.
Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Aunque el cargo de presidente de su partido no tiene funciones ejecutivas, ocuparlo es la antítesis de abandonar la política. Tampoco se ha atrevido a volver a España. En agosto dio la campanada con una aparición relámpago en Barcelona, burlando a la Policía autonómica, beneficiándose del nulo interés político por detenerlo. Ahora ya no piensa volver hasta que no le sea aplicable la amnistía, lo que puede tardar bastante.
A diferencia de ERC, donde se ha desatado una guerra durísima de cara al congreso de noviembre, en Junts capean el postprocés mucho mejor. Los liderazgos han quedado ratificados sin oposición interna, Puigdemont, encumbrado como icono y jefe máximo, y Jordi Turull, reelegido secretario general, en el papel de hombre fuerte de la formación. El adiós de Laura Borràs, condenada por corrupción, es el otro hecho relevante.
El reto de Junts es combinar radicalidad y pragmatismo, ocupar todo el espacio del centroderecha nacionalista, y taponar las fugas hacia la xenófoba Aliança Catalana. Al tiempo que sigue reivindicando la validez de la declaración de independencia de hace siete años, su estrategia es seguir negociando con el PSOE, restregándole su dependencia, pero sin ninguna intención de derribar al Gobierno. Si Pedro Sánchez se ve obligado a convocar elecciones, no será por culpa de Junts, sino como consecuencia de la desestabilización creada por el estallido del caso Ábalos, en paralelo con el de la esposa del presidente, Begoña Gómez, y ahora por el escándalo Errejón que ha lanzado a Sumar por el sumidero.
Los partidos independentistas no tienen ningún interés en nuevas elecciones. Sacan oxígeno exprimiendo a un Gobierno débil, mientras se adaptan al nuevo escenario en Cataluña, donde el socialista Salvador Illa ha empezado bien, y con la sensación de que puede estar en el poder muchos años. Lo paradójico es que, pese al enorme fiasco del procés, Puigdemont no se vaya, como también que Oriol Junqueras pueda ser elegido de nuevo presidente de ERC. Dos liderazgos, en cualquier caso, de escaso crédito entre su propio electorado.