'¡No va más!', una juventud en el abismo del juego: "La ludopatía no sólo te destruye económicamente, te destruye como persona"

¿Han visto esas imágenes de los casinos con cientos de yayos abrevando alienados frente a las tragaperras? ¿O las peligrosas jaurías de madames con resortes vocales deseando cantar el bingo? Uno diría que sólo rinden una plegaria cotidiana a los juegos de azar los jubiletas de vuelta de la responsabilidad laboral. Que las manos artríticas y las miradas de catarata capitanean el pulso saltón sobre los botones de las salas de apuestas. Y para nada.

Actualmente, siete de cada diez jugadores de las casas de apuestas tienen menos de 34 años. Lo mismo que seis de cada diez que hacen apuestas deportivas. Cifras que se tornan todavía más escalofriantes, cuando sabemos el alto porcentaje de ellos que acaban en cuadros graves de ludopatía. Dostoievski ya diseccionó, hace más de siglo y medio, los despeñaderos de vestir compulsivamente con dinero al azar en El jugador. Hoy la cosa no anda más católica. En un tiempo que tiene por testaferros el éxito y la inmediatez, las apuestas son un vicio ideal. Una adicción que puede hipotecar tu vida con la frágil posibilidad del acierto, con especial atractivo para la juventud.

Basta arrastrarse por arterias principales de la capital un fin de semana para carrearse con esta realidad. No es que sea Las Vegas, entiéndase, pero uno queda vagamente hechizado por las luces leds rojas o verdes que asoman cada centenar de metros. A veces menos. Paseando, pongamos, por Bravo Murillo, en el madrileño barrio de Tetuán, las casas de apuestas se codean principalmente en el margen oeste de la avenida. Sportium, Luckia, El Dorado… Más de una decena en 4km.

Una adicción que puede hipotecar tu vida con la frágil posibilidad del acierto, con especial atractivo para la juventud

Cae la noche del sábado en Bravo Murillo. Aunque en varias de las casas de apuestas se adentren decididos apostadores solitarios y pequeños grupos de 3 o cuatro zagales, cuesta creer en el alarmismo social. No son manadas reptando como zombis al goloso encuentro del neón. Tomada cierta distancia, sin embargo, y azuzando la paciencia, si bien no existe un frenesí, sí un goteo constante que va llenando los locales con un flujo en ininterrumpida dirección hacia el interior. Será porque dentro de las casas de apuestas no hay relojes, ni ventanas. Una estrategia ideal para tirar por el retrete el tiempo, igual que los lotófagos de la Odisea.

En un local situado entre Estrecho y Alvarado -como reza la canción de C. Tangana-, una risueña joven solicita la identificación de todo el que entra. Es el método más eficaz para impedir que los autoprohibidos (el nombre lo dice todo) se dejen llevar por los cantos de sirena de las sofisticadas máquinas del lugar. Parecen mini-Teslas cromados con juegos de la PlayStation. Los slots rumian politonos de hucha agitada sobre gruñidos de dragones, guerreros o piratas, rodeados en las pantallas de grandes doblones y versiones actualizadas de Jessica Rabbit. Dan ganas de creerse un superhéroe a sus mandos. O el protagonista de la peli. De no ser porque quienes andan con los lacrimales secos de la luz que despachan tiene aspecto de ser actores secundarios de su propia vida.

Habrá unos 10 guerreros del azar en la sala. Todos hombres y una mujer. Cinco individualistas, con mirada desmoronada y cuerpo retorcido sobre el monitor, y cuatro paseándose de un lado al otro comentando las jugadas. Se distinguen acentos dominicanos, dejes colombianos y dos de semblante filipino, entre ellos la única mujer. Restando la excepción asiática, ninguno puede superar los 30. Son poco salados. Tensan la mirada si se les invita a una conversación.

Aún así, un lobito solitario de greñuda melena afro y gorra roja, gusta de fardar: “Yo salgo de aquí con diez mil euros por noche. Me sobra el dinero, amigo”, alardea cuando se le pregunta ‘cómo va’. Sin desairar al buen zutano, no tiene aspecto, vista la calidad de la ropa o el móvil, de cumplir con su jactancia. Es de suponer que en su mentalidad hablar del éxito es la forma de invocarlo. Aunque nadie haya homologado la técnica.

Dos jóvenes con acento parcero se saludan. El que está en la máquina desde hace un rato, le devuelve la atención con mirada mohína: “Ay, pana, a ver si compenso, man. Que llevo días de mala racha”. Nadie está de humor en el local. Se viene a ganar. A salir con un rabo y dos orejas. O sin ninguno de los tres intentando compensar lo perdido. Esta sala huele poco a vidilla para tanta juventud, o para un sábado por la noche.

Lo del auge pos-puber en los locales de juego está ya bien estudiado a nivel empírico. Uno de los trabajos más profusos en la materia de los últimos años es ¿Qué nos jugamos?, realizado por la cooperativa de investigación Indaga, coordinado por Sociológica Tres y supervisado por Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud FAD. En este estudio, se dice que los hombres de menos de 34 años son los jugadores más empedernidos sin importar formato, y que las localizaciones predilectas de estos locales son en los barrios de rentas medias-bajas y de alta población migrante. Si tenemos en cuenta lo descrito anteriormente, y que Bravo Murillo actúa como barrera invisible dividiendo secciones de menos de 10 mil euros por persona de renta, en el margen oeste, frente al margen este, que alcanzan los 30 mil, la ley se hace carne. ¿Recuerdan dónde estaban la mayoría de los locales de apuestas? No va más, vaya.

Las localizaciones predilectas de estos locales son en los barrios de rentas medias-bajas y de alta población migrante

Pero, ¿cómo funciona la faena en zonas-bien? Sin entrar en casinos y lugares donde el chándal va de lo mal visto a lo prohibido, el salón de juegos Premium, en la calle Ponzano, sirve de zona de exploración. Una avenida conocida por sus altas rentas y su agitado ocio nocturno.

Aunque la disposición es similar, con sus víctimas parcialmente alucinadas por las muchas pantallas del lugar, los apostantes tienen poco que ver. Si en Bravo Murillo la apuesta fenotípica era casi todo al negro, aquí es al blanco. Pero al igual que en el anterior casinillo de trastienda, es un color pulido, sin arrugas; masculino y joven. También hay más. Y van más en rebaño. Tres, para ser exactos. Se distingue su naturaleza de cayetanos-nacionalistas, y no de liberales de limousine por las 3 o 4 pulseras con banderas de España que retienen las muñecas de varios de ellos. Son majos, dicharacheros, hombres con pelo de cacerola que a diferencia de los del barrio de Tetuán se prestan fácil a la conversación.

“Solemos venir a echar unas rules antes de salir”, dice uno de ellos, “también hacemos algunas apuestas, aunque esas directamente por el móvil. No hace falta irse a ningún lado”. Otro de ellos, alto y grande, francamente afectado por la ebriedad, añade: “A mí no me va mucho esto, pero en fin de semana, joder, lo suyo es estar con los colegas. Además, aquí te echas una birras. Que si llevas una pasta jugada, te las dan gratis”. Un término irónico el de ‘gratuito’ si contamos con los 300 euros que ya ha palmado este corro de tahúres en la ruleta híbrida (medio digital-medio analógica), del margen derecho de la sala.

A mí no me va mucho esto, pero en fin de semana, joder, lo suyo es estar con los colegas. Además, aquí te echas una birras

Al calor de la confianza, y preguntados por las razones que los empujan a arriesgar el presupuesto nocturno de un sábado en los juegos de azar, su respuesta vuelve a revelarse distinta de los salones de Tetuán. No conservan la visión del Gran Ganador saliendo de la moralidad imprecisa de la casa de apuestas al preamanecer. Estos encamisados licoretas con mocasines y pantalones ajustados gustan de prometerse una noche por todo lo alto si la dicha es buena. En caso contrario, no se dan mal perdiendo. “Lo suyo es no dejarse toda la pasta”, insiste el más charlatán de todos, el que gasta esa risa que lo mismo sigue a un chiste malo que a una amenaza encubierta. “Venimos aquí para salir después, entiéndeme. Si cuela, pues alegría. Y, si no, pues no pasa nada…”. Antes de que termine de hablar, uno de los camaradas, hasta ahora centrado en la pantalla de su móvil, y con el morro algo torcido, interviene como una cacerolada: “No pasa nada hasta que te fundes la tarjeta de tu madre, cabrón”. El parlanchín se gira y mira a su compinche con cara de anguila. “¡Esas mierdas no se cuentan, tú!”, grita mientras zumba en su dirección.

Está claro que hay trapos sucios bajo esas sedosas cabelleras Pantene con corte de Príncipe Valiente. Todos niegan, sin embargo, estar cerca de la adicción o el vicio descontrolado. Cuatro de ellos se rezagan en un incómodo silencio al salir el tema. Sólo el interventor anterior que le ha cantado las cuarenta a su despendolado amigo, se lanza a la confesión: “A mí me la liaron sólo una vez con un canal de Telegram. Pagabas por predicciones que te prometían ganar y que te devolvían el dinero si no salía la apuesta. Y yo fui tan subnormal de creérmelo. Con eso sí que hay que tener cuidado. Por eso ya intento no jugar”, sentencia introduciendo un billete de cinco euros en la ruleta. Recuerda a un alcohólico con promesas abstemias diciendo, mientras se bebe una caña, que la cerveza no cuenta. Aquí se pregonan abstinencias que sólo arrojan decepciones.

Muchos de estos jugadores de sabbath en la casa de apuestas Premium de Ponzano no superarán los 25 años. Según datos del Ministerio de Consumo, un 12% de ellos desarrollarán problemas con el juego. No son pocos. Y parecen más, teniendo en cuenta que la Dirección General de la Ordenación del juego cifra en unos 22.000 euros las deudas presentes de un ludópata, habiendo saldado deudas pasadas por valor de 14.000. Un abismo que roza lo mortal en edades tan tempranas, y en el que Ignacio (nombre ficticio), de 25 años, cayó terriblemente.

La Dirección General de la Ordenación del juego cifra en unos 22.000 euros las deudas presentes de un ludópata, habiendo saldado deudas pasadas por valor de 14.000

Todo comienza con el primer miembro de tu grupo que cumple años en enero”, asegura el joven exjugador —pero ludópata, como recalca—, actualmente en un autoimpuesto exilio fuera de España para alejarse de lo que lo sumió en el pozo. “Ese primer cumpleaños, se va a hacer una apuesta o jugar a la ruleta y terminas ganando 25 euros con los colegas. En ese momento, con 18 años, lo máximo que nos daban para salir eran 5 o 10 euros. Ahí empiezas a creértelo”.

Y, como suele decirse, de aquellos barros estos lodos. “Mi adicción siempre ha sido la ruleta. Tanto online como presencial. Empecé en el formato presencial porque, hasta cierta edad, tus padres te revisan la cuenta. Luego me sentí incómodo de que me viesen, especialmente cuando ya estaba con mi novia. Entonces, acabé jugando más online”.

En el momento en que la vergüenza te invade, es porque la culpa te asola. Una culpa que, en el caso de Ignacio, comenzó cuando pasó de gastar el poco dinero que tenía, al que no: “Empecé a usar el dinero que me daban para cosas importantes, como la matrícula de la universidad. Todo fue un proceso largo. Empecé vendiendo mi iPad que había comprado ahorrando a los 14 años. A los 17 lo vendí y, en cuestión de minutos, ya no tenía ni el iPad ni el dinero”, confiesa notablemente calmado el joven. “Mirando hacia atrás, nunca te das cuenta de que estás en una situación de ludopatía. Es un ciclo que te atrapa; sabes que está mal, pero sigues jugando. Un día ganas mil euros, al siguiente pierdes 3.000 y luego ganas 10.000. Siempre digo que he perdido dinero como para comprarme dos Ferrari. Unos 300.000 euros. La necesidad de dinero te hace seguir ignorando lo que realmente necesitas, que es parar y pedir ayuda”.

Un día ganas mil euros, al siguiente pierdes 3.000 y luego ganas 10.000. Yo siempre digo que he perdido dinero como para comprarme dos Ferrari

Una ayuda que ciertas empresas dicen brindar igual que un diablo con sus pactos. Algo que Ignacio conoce bien: “Empiezas a endeudarte con empresas de créditos, lo que complica aún más la situación. En lugar de pensar en trabajar o pedir ayuda, te sigues atrapado en el ciclo de pedir más dinero para poder seguir jugando. No te das cuenta de que tienes un problema mental hasta que es demasiado tarde. Yo, por ejemplo, nunca le conté a nadie hasta que me di cuenta de lo grave que estaba. Al final, se lo conté a mi novia y a mi hermano. Mi peor momento fue en 2022, cuando pasé un mes sin dormir, sin poder pagar la universidad, a pesar de haber tenido el dinero. Lo perdí en el juego”.

Pero Ignacio, con la ayuda de quienes lo querían, consiguió asomar la cabeza, respirar, tomar distancia y evitar lo que, con seguridad, hubiera acabado con él en la ruina personal más carcelaria: “A los 25 años, después de ocho años jugando y viviendo en un círculo destructivo, me di cuenta de que tenía dos opciones: seguir destrozado hasta los 40, dañando a los que me quieren, o cambiar radicalmente. Opté por el segundo camino. Empecé a ver psicólogos, me separé de algunos amigos, me enfoqué en hacer deporte y reducir el alcohol, que era un factor importante en mi caos mental. Me autodenuncié a la policía. Ahora estoy fuera de España. Mi vida está más organizada, alejándome de lo que creo que era el foco de mis problemas, como ciertos amigos, y dedicando más tiempo a mi familia, con la que no había podido disfrutar en años”. Todo un renacimiento, el de Ignacio, que no es excepcional, ni el más grave.

Situada en el nº 14 de lamadrileña calle Elfo se encuentra la APAL (Asociación para la Prevención y Ayuda al Ludópata) una asociación que lleva años ayudando a ludópatas de todo tipo y dando apoyo psicológico desde las terapias individuales, a los grupos. Es una organización autofinanciada, sin ayuda gubernamental (sorprendentemente, vista su imprescindibilidad), donde su vicepresidente, Vicente Garnero, ludópata rehabilitado, recibe a los valientes que han sido capaces de dar un incómodo pero necesario paso: pedir ayuda.

“En la APAL el 80% son jóvenes de menos de 30 años”, explica Vicente cuando se le pregunta por el tipo de personas que más acuden a la asociación. Una demografía joven que para él tiene una razón de ser: "Las apuestas online. Es uno de los mayores problemas hoy en día. Antes podías ir a un casino o a un bar, pero ahora puedes jugar directamente desde tu teléfono”. Vicente, aun así, no excluye el mundo analógico, inesquivable a pesar de la autoprohibición en el 'refugio' de la hostelería. "El problema nuestro son los bares, las máquinas tragaperras en los bares. Un café te puede costar 20, 60, 80 o 400 euros, ¿no? Y ahí nadie te prohíbe nada”, asegura muy consciente de su discurso.

“Una vez que entras en ese círculo”, prosigue el vicepresidente de la asociación, “es muy difícil salir. Te enfrentas a un impulso constante de querer recuperar lo perdido, lo que te lleva a tomar decisiones desesperadas. Lamentablemente, muchos terminan robando, no solo a la familia, sino también a los amigos, porque siempre piensas que 'la próxima vez recuperarás todo'. Pero la realidad es que eso nunca sucede”, dice Vicente, manteniendo la compostura frente los recuerdos, antes de sentenciar sin teatralidad: “La ludopatía no solo te destruye económicamente, te destruye como persona”.

“La ludopatía no solo te destruye económicamente, te destruye como persona”

Pero, una vez identificado el problema y pedida la ayuda, ¿cómo funciona la curación? “En el proceso de recuperación, la mochila de problemas la llevas tú, pero es esencial que te ayuden. Tu familia, la asociación y tú mismo debes ser consciente de que tienes un problema. La clave es aligerar esa mochila con el apoyo de los demás, pero sin perder la responsabilidad personal”, sostiene Vicente. “El proceso no es sencillo. Una de las claves es seguir las pautas estrictas. No hay lugar para relajarse. Yo llevo 10 años sin jugar, y todavía sigo las reglas que me ayudaron a salir de esa adicción”, asegura. "Es importante entender que una vez que has sido ludópata, nunca te curas completamente. La adicción sigue presente en tu mente, pero con autocontrol y una estructura, puedes aspirar a una vida normal. Yo sé que soy un ludópata, pero también sé que si sigo las pautas, puedo vivir una vida tranquila."

Yendo a formas concretas, más allá de la citada autoprohibición y acudir regularmente a las terapias, existen otros métodos, afirma el vicepresidente de la APAL, imprescindibles para salir del juego: "Un ejercicio que me ayudó fue quitarme el dinero de la mano. Nada. Ni un euro o acceso a él. Al final, una vez rehabilitado, me di cuenta de que no lo necesitaba, porque mi felicidad ya no dependía del dinero. Hoy tengo mi cuenta mancomunada con mi esposa y mis hijos, y no tengo acceso a ella", comenta con el visible orgullo de quien sabe que ha estado cerca de no salir del fondo, viendo ahora luz.

"En nuestra misión”, insiste Garnero preguntado por la APAL, “es esencial educar a la gente joven sobre los peligros de la ludopatía. La publicidad de los juegos de azar está por todas partes, y los jóvenes son especialmente vulnerables. Queremos que lo sepan. Que entiendan que el 'hacerse millonario jugando' es una ilusión”, concluye.

Una vez abandonada la APAL, bajando la calle Elfo, lo primero con lo que se topa uno es un bar de corteza. De vieja guardia. Al entrar, dos slots relucientes, lo más limpio y atractivo y actualizado del garito, tintinean. Enfrente, una chica y un chico adolescentes, de no más de 14 años, sueltan la paga en ese gran neo-recreativo para adultos. Pero ellos no lo son. Raro será que sea su última apuesta. Quizás, si pertenecen a ese 12%, no tardarán en subir la calle, hasta el número 14, a pedir ayuda. Vicente los recibirá caluroso, si todavía hay tiempo. Si no es demasiado tarde.

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