Decía Antonio Machado, y no le faltaba razón: "Por muchas vueltas que le doy, no hallo la manera de sumar individuos". A propósito de la última manifestación celebrada en Madrid, al abrigo de las torres que ampararon el nacimiento del anticristo de Álex de la Iglesia, no hay quien haya podido saber, a ciencia cierta, cuántos manifestantes se congregaron entre los juzgados de la plaza de Castilla y el belén metálico de El día de la bestia. Hay quien hablaba de cuatro millones, otros de cuatrocientos mil y, por fin, los más raquíticos, apenas veinte mil. Viene siendo lo habitual, desde el tardofranquismo hasta el año que vivimos peligrosamente. Es más, hubo que migrar a la democracia emocional de nuestros días para demostrar empíricamente que el millón de almas que reunía Franco en la plaza de Oriente apenas llegaban a trescientos mil, incluyendo árboles, parterres y esculturas.
Ya lo expresaba Canetti con nitidez: "Cuando los millones trepan, todo un pueblo de millones se convierte en nada". Pues lo mismo cuando hay que contar masas. Los promotores de manifestaciones entran en la dinámica depravada de batir récords de asistencia, obligados a superar expectativas con el objetivo de rebasar siempre la cifra máxima anterior. En las democracias liberales y tecnológicas, el voto mide la extensión de la voluntad, mientras que el ruido, en las calles o en las redes, mide la intensidad. Por eso el cómputo de asistentes a un acto multitudinario, ya sea un recital de bandas municipales, un festival indie o una concentración política, acaba, en muchos casos, convirtiéndose en historia inventada. Forma parte del relato, esa narrativa que puede inducir el éxito o el fracaso.
En las democracias liberales y tecnológicas, el voto mide la extensión de la voluntad, mientras que el ruido, en las calles o en las redes, mide la intensidad
Con lo sencillo que sería acudir al callejero de la ciudad y calcular tres o cuatro personas por metro cuadrado. Ya se sabe que en la ciudad de los micropisos, nos apretujamos en una baldosa nipona. Lo peor es que los propios medios de comunicación, displicentes con la aritmética y equidistantes por conveniencia entre los organizadores y las fuentes oficiales, acaban dando cuenta de ambas cifras. Pues bien, en el pensamiento gregario, cada buey fanatizado comprará la cifra que le convenga, mientras que el ciudadano descreído tirará de media entre ambos cálculos. Y no será porque no hay sistemas de medición, pues en la España de la Transición llegó incluso a instaurarse la unidad de medida de detenidos y heridos. Más recientemente la de basura generada. Eso sí, en cualquier metodología que se precie, habría que descontar los asistentes forzosos y retribuidos de los partidos políticos, obligados a colgar las fotografías de asistencia en sus redes sociales, para justificar la nómina de cada mes. No cuentan. La fotosíntesis de la nueva política.