No. No pienso recrearme en las rocambolescas andanzas laboral-sexuales de Errejón. Lo poco que sé de ellas me resulta confuso tanto por su parte como por parte de sus denunciantes. No entiendo bien por qué una chica que ha comprobado que está ante un abusador se mete luego en su taxi y después en su casa. Dejo esos misterios para los psiquiatras y los jueces. Lo que sí me parece sugerente es esa asociación de la política al maltrato que ha traído ese tema.
Entiéndase, no al maltrato sexual ni sexista ni doméstico, sino político precisamente. Uno no sabe ni le interesa lo que harán en privado Iñigo Errejón, Pablo Iglesias, José Luis Ábalos o Pedro Sánchez. Sabe lo que hacen hacia fuera y cómo encajan al pie de la letra con un inquietante perfil que se ha puesto de moda en España: el del maltratador político. Uno lo que sí sabe es que, en el ejercicio público, reina hoy el personaje que responde al maltratador de manual porque tiene todas sus características sin que falte ni una.
Traslademos el esquema de los rasgos psicológicos y los comportamientos genuinos del abusador conyugal a la forma en que algunos hacen política. Lo que caracteriza al primero es su estilo arrogante autoritario y arbitrario; sus repentinos cambios de humor y de opinión, de los que no siente que debe dar explicaciones a su pareja. Trasladados a la vida política, esos modos serían los del mandatario que ejerce el poder a golpe de decreto y que no se siente en el deber de explicar esas decisiones personales y esos decretazos en las ruedas de prensa; que veta en éstas a ciertas teles y periódicos; que no responde a las preguntas de determinados periodistas, y que, cuando lo hace, es con la acusación, la amenaza o el insulto.
Trasladado a la política, sí, ese tradicional maltrato con la esposa que consiste en vigilarle el móvil y en aislarla de sus amistades, se traduce en el control férreo del partido y del oponente ideológico; de los medios de comunicación y de las instituciones, así como en aislar a la militancia y al electorado propios disponiéndolos contra los otros, presentando a los rivales como enemigos, convenciéndoles de que no es posible el entendimiento y de que el resto del mundo está contra ellos.
Trasladado a la política, el comportamiento del cónyuge que se ausenta de casa sin previo aviso; que se gasta el dinero en lo que le da la gana y que miente a todas luces como forma de intimidación y de violencia contra la esposa, se traduce en el representante público que desaparece de la escena cuando le conviene; que tiene el despilfarro como programa; que endeuda a su país como si no hubiera un mañana y que tira tanto de la mentira como del erario público sin dar cuenta de ello a nadie.
Hay dos aspectos finales y fundamentales que completan el retrato-robot del maltratador privado y del público. Uno de ellos es su perverso y sistemático empeño en que la víctima dependa de él económicamente: de la misma manera que el marido maltratador se obstina en retirar a su mujer de toda posibilidad de independencia personal en nombre del amor y de una supuesta voluntad de protección, el maltratador político busca un electorado cautivo de sus ayudas y subvenciones. El otro aspecto es el del episodio del desvalimiento en que termina infaliblemente su chulería. Los maltratadores también lloran, o lloran sobre todo, cuando llega la denuncia.