Las historias más antiguas que conservamos definen con una línea clara dónde se encuentra el mal y dónde el bien, y colocan al héroe, y por lo tanto a nosotros que escuchamos sus hazañas (solo siglos más tarde las leeríamos) de su lado, en esta frontera trazada por un dedo casi divino y que nos mantiene en el territorio luminoso, alejado de la oscuridad del mal y de quienes habitan en él.
Estas narraciones, con un nivel de sofisticación y complejidad inacabable, siguen siendo la base de nuestro entretenimiento; y, por supuesto, de la difusión de una ideología que puede ser más o menos urgente, más o menos descarada si los tiempos lo requieren o los dirigentes lo exigen. Buenos, malos, ataques, recompensas, moral cambiante, final feliz, inmolación recompensada.
La madurez de la novela, del cine, de cualquier formato narrativo, por otro lado, se alcanza cuando desmonta con delicadeza pero de manera decidida el maniqueísmo tan cómodo, tan repetido, de las epopeyas, las consignas y las viejas historias. El mal, como el bien, ofrece pocos matices, pero los personajes y su psicología, el contexto, las motivaciones... ah, en esa gruesa capa de realidad que las historias contadas en dos patadas olvidan habitan gran parte de las características que nos permiten un pacto, el perdón, una colaboración conjunta, rectificaciones y encuentros. En definitiva, la madurez.
Se nos avecinan tiempos de más historias épicas, pese a la tímida irrupción este año en los Óscar de narraciones pequeñas y diferentes. Hemos enseñado a los niños a jugar con ellas, pantalla tras pantalla. Las noticias guionizan tramas similares. Frases cortas, personajes de identificación inmediata, libros resumidos en 300 palabras, escasa incomodidad, poca reflexión. Nada de grises, ni matices que nos permitan cuestionar el presente. Las cosas claras y, como nos han enseñado, tras escuchar un cuento, aplaudimos.