Comienzo hoy con un dolor profundo y un enfado sordo. Vaya por delante mi más sentido pésame a las familias y deudos de quienes han perdido la vida en la catástrofe de la gota fría que ha afectado principalmente a la Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha y Andalucía. Nada puede compensar la pérdida de los seres queridos y el vacío que dejan. Somos seres humanos y nos consideramos seguros y protegidos de los avatares de lo cotidiano hasta que la fuerza indómita de la naturaleza nos muestra débiles, vulnerables y prescindibles ante fenómenos que se nos antojan apocalípticos porque no los consideramos como parte de la vida. Son heraldos de muerte. En cierto modo, como la guerra, solo que esta última la provocamos directamente y somos responsables de todo lo que origina.
Esta semana que comienza va a traer otra tormenta, esta vez definida en el ámbito social y político y circunscrita a los Estados Unidos. En virtud de ese extraño fenómeno que conocemos por hiperglobalización, va a afectarnos a todos independientemente del continente en que vivimos. Nunca hasta la fecha se había invertido tanto dinero en una campaña en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Nunca habían estado las posturas tan enfrentadas y las previsiones tan igualadas. Se cruzan a diario insultos y acusaciones terribles unidas a una polarización social que da miedo por el rechazo violento al "otro" que lleva implícito.
En esas elecciones también se renueva por completo la Cámara de Representantes (el equivalente a nuestro Congreso de los Diputados), y un tercio del Senado. Así que no solo se elige al presidente de los Estados Unidos, sino que también se decide lo fácil o difícil que va a ser sacar adelante las iniciativas presidenciales, en función del color predominante en ambas cámaras.
Es cuanto menos chocante que un fenómeno estatal tenga tal repercusión en el conjunto mundial. Este modelo multipolar imperfecto -que es casi bipolar- hace que la trascendencia del resultado de las elecciones americanas sea lo que los anglosajones denominan un "game changer", un elemento disruptivo. Y lo es porque, en función del ganador, la geopolítica producirá nuevos alineamientos, alguna convulsión y un nuevo horizonte geoeconómico a corto y medio plazo.
Pensando en los diferentes escenarios actuales de conflicto, que gane Harris o Trump supone, aunque pueda no parecerlo a simple vista, continuismo en la política exterior respecto a China y con creciente confrontación económica. Aumento de presión, si gana Trump, sobre el Líbano, Palestina, Ucrania e Irán especialmente. En el caso de Ucrania, la diferencia entre Kamala Harris y Donald Trump es la más acusada, no en vano Trump ha enarbolado durante toda la campaña su compromiso de finalizar el conflicto por vía de apremio sin que sepamos muy bien cómo piensa a hacerlo. El candidato republicano a vicepresidente JD Vance se ha encargado de dulcificar el mensaje en relación a la OTAN. Que nadie se lleve a error sobre la visión de Trump: los países "gorrones" que no pagan por su defensa que se defiendan solos.
Del mismo modo, la presión a la Unión Europea para alinearse económicamente con Estados Unidos en una u otra dirección respecto a los aranceles a China irá creciendo, independientemente de quien gobierne, aunque si lo hace Trump las maneras probablemente sean más bruscas y el discurso más agresivo. Pero aquí no conviene olvidar el viejo eslogan desde Bush padre, "America must prevail", América debe prevalecer, un concepto que "significa": ante todo, los Estados Unidos de Norteamérica y sus intereses. No cabe lamentarse, hay que ser realista y consecuente: estamos donde hemos decidido estar.
Un apunte bélico a ese horizonte con Trump como ganador. La probabilidad de que la tensión crezca en el Indopacífico será mayor con Trump, especialmente entorno a Taiwán y al casus belli que significaría su declaración de independencia. Las acciones de combate de Israel seguirán teniendo el mismo si no más respaldo por parte de Washington y no es descartable que la presión sobre Irán vaya asociada a acciones directas para destruir o al menos retrasar el programa nuclear iraní en lo que a obtención de la capacidad nuclear de uso militar se refiere. Y, por último, respecto al conflicto de Ucrania, nadie está en condiciones de saber cómo va a conseguir lo que ha prometido: acabar con el conflicto en 24 horas. Más allá de una frase de campaña, trasluce la firme determinación de detener el conflicto rápidamente, mediar en su solución y establecer las condiciones para un acuerdo de paz duradero. Así sea.
El horizonte con la presidenta Kamala Harris será, probablemente, continuista, a pesar de que ella afirma que es una nueva época respecto a la presidencia de Biden. Las grandes líneas en política exterior y defensa se mantendrán y el centro de gravedad de éstas estará -igual que con Trump- en el Indopacífico. El trato con la Unión Europea será más benévolo en apariencia, pero igual de dañino para nosotros en lo que a pérdida de competitividad se refiere. Por más que duela reconocerlo, se nos considera prescindibles en los grandes temas que van a configurar las estructuras de poder y las relaciones internacionales en la segunda mitad del siglo XXI.
Como Unión Europea somos observadores participantes de una realidad en la que casi no intervenimos salvo para asentir y alinearnos porque no disponemos de autonomía estratégica. Tampoco disponemos de una voluntad colectiva consolidada y, por tanto, no podemos conseguir la unidad de esfuerzo. Eso es única y exclusivamente responsabilidad nuestra.
La levedad de lo que somos, nuestra aparentemente aceptada liviandad, nos lleva a la irrelevancia primero y a nuestra segura desaparición después. Queda poco tiempo y escasas oportunidades para enderezar un rumbo que nos conduce al desastre. Sería conveniente cambiar de rumbo o evacuar el barco, aunque como en el Titanic la orquesta siga tocando y parezca que nada ocurre. Es la hora de las decisiones difíciles e impopulares, de estadistas firmes y comprometidos, y de recuperar el nervio y el impulso que nos hizo alcanzar unas cotas de bienestar desconocidas y que ahora parecemos querer dilapidar, simplemente porque creemos que son un derecho que nos corresponde exigir. Sin determinación no hay más que buenismo e inconsistencia. De cada uno de nosotros depende el destino de todos.