El termo del agua caliente que hay en la cocina llevaba un tiempo goteando. Yo puse cazuelas y apliqué el sapientísimo 'método Rajoy', que consiste en no hacer nada y esperar a que las cosas se arreglen solas. No funcionó. Cuando las pausadas gotitas se convirtieron en un hilillo de agua que amenazaba con desbordar la palangana (las cazuelas ya no bastaban), llamé a José, mi casero. Me dijo: "Ahora mismo aviso al fontanero para que vaya a verlo. Se llama Ken".
Ken, o Kenny, se presentó en mi casa esa misma tarde. Admito que me sorprendió. Andará por los cuarenta años, quizá alguno más; tiene un fuerte acento que a mí me pareció inglés, y es negro. Nunca se me había ocurrido pensar que en España hubiese fontaneros negros, y perdonen que no diga afroeuropeo, afrodescendiente o 'afroloquesea', pero es que me incomodan esas tonterías lingüísticas impuestas por el puritanismo contemporáneo. Y además el color de la piel de Kenny no dejaba lugar a dudas: negro como un tizón. Y con una sonrisa optimista que me devolvió la tranquilidad.
Armado con una potente linterna, Kenny me fue explicando el problema. Ahí están los puntos de óxido, ahí las pequeñas grietas, el extremo de los latiguillos está dañado; y luego se puso a hablar sobre la electrolisis, pero eso ya no lo entendí bien. Yo me acordaba de cuando me operaron el pie: ojalá el médico me hubiese explicado lo que me pasaba con tanta precisión, tanta serenidad y tanta claridad científica. Cuando acabó, dije: "¿Diagnóstico, doctor?". Él se rio y sentenció: "Hay que cambiar el termo. Pero no se preocupe. Yo lo compro, lo traigo y se lo instalo. Usted no tiene que hacer nada. ¿Mañana por la mañana estará en casa?".
Se presentó a primera hora con un armatoste enorme, decenas de herramientas, unos tubos flexibles, una escalera y un eficaz ayudante latinoamericano que le trataba con la reverencia con que un enfermero trata al cirujano. Kenny, mientras trabajaba con una asombrosa seguridad y exactitud de movimientos, me iba explicando lo que hacía: "Ahora hay que vaciar el agua caliente, ahora hay que medir para colgarlo en la pared, ahora estoy poniendo hilo y piezas de cobre para que esto no le vuelva a pasar, ¿lo comprende?", todo así. Yo estaba maravillado. Había esperado un fontanero 'tradicional', de los que se quejan de todo, miran la avería con cara de asco y te dicen que, si pueden, volverán el jueves, que mientras tanto te las apañes como puedas. Pero Kenny no. Kenny sabía que era muy importante que yo estuviese tranquilo. Un cirujano, ya digo.
Me atreví a preguntarle de dónde era. Sonrió. Me dijo que había nacido en Gambia, un pequeño país de la costa occidental de África que había sido colonia británica, de ahí el acento de Kenny. Lleva en España más de diez años. Le costó bastante más trabajo decirme cómo había llegado, lo mal que lo pasó, la terrible aventura de cruzar el mar, de huir, de verse encerrado, de no tener dónde meterse, de pasar hambre. Hasta que un golpe de suerte (y mucho tesón) le puso en el camino de convertirse en lo que es hoy: el mejor, el más amable y más eficaz fontanero que he visto en mi vida. Hoy es autónomo y se gana la vida estupendamente.
A Kenny le costó bastante más trabajo decirme cómo había llegado, lo mal que lo pasó, la terrible aventura de cruzar el mar
A Kenny debería conocerlo esa gente desatinada que trata de convencernos a todos de que los inmigrantes, sobre todo los africanos, son un peligro, una horda de delincuentes, de violadores, de ladrones y de traficantes de drogas. Kenny es la prueba viviente de que todo eso no son más que patrañas inventadas para que tengamos miedo. Eso, nuestro miedo, es lo que la extrema derecha busca, lo que pretenden, de lo que viven. No tienen otra función.
Pues ojalá les reviente el termo del agua caliente y vaya a su casa un fontanero… que no sea Kenny. Que sea 'de los de antes'. Para que vean lo que es bueno. Mi termo nuevo, por cierto, funciona como una pura gloria. Gracias a un tipo maravilloso que hace años fue inmigrante ilegal.