Es la palabra recurrente, mágica, totémica, que justifica la creación de cualquier nuevo chiringuito populista o acrobático enchufe a un cuñado del poder. La sostenibilidad se ha convertido en el gran amuleto de un Gobierno que, con sus veintitantos miembros y con el cerco judicial que lo rodea, puede presumir de ser el menos sostenible de la Europa actual y de nuestra reciente etapa democrática. Leire Pajín es desde hace cinco años presidenta de un esotérico, hueco y rimbombante departamento español de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de la ONU, en el que confiemos que no haga absolutamente nada salvo cobrar un buen sueldo.
Si vamos a los "objetivos de desarrollo sostenible" que fijó precisamente la ONU en 2015 a escala global y que constituyen la llamada Agenda 2030, la paradoja es sangrante: el programa que nació para adelantarse al planeta de dentro de media docena de años, no ha servido ni para prever siquiera una calamidad del presente como la DANA valenciana.
Ya sé que la Asamblea General de la ONU no tiene la culpa de nuestra ineptitud nacional para prevenir catástrofes que estaban más que cantadas desde hace décadas. Ya sé que Leire Pajín jugará desde su despacho con macroescalas planetarias o conjunciones astrales y no puede detenerse a pensar en lo que puede ocurrir en el Levante español. Pero la pregunta es obvia: ¿No está fallando algo en unas partitocracias y burocráticas que no dejan de hablar de sostenibilidad cuando la realidad más local e inmediata de una nación de la UE no se sostiene?
El pomposo carácter futurista y profético de la Agenda 2030, su pretenciosa eficacia adivinatoria, su cacareada capacidad de previsión nos van a salvar de un Apocalipsis del cambio climático que llegará en el próximo siglo, pero no nos han sabido librar de unas riadas mortales que teníamos delante de las narices en una región del mundo desarrollado. ¿Es realmente sostenible, para una España que aún no ha acabado de levantar cabeza de la crisis económica del 2008 ni de la pandémica del 2020, un plan ecohidrológico que postula la destrucción de presas y la devolución a sus cauces naturales de los ríos sin tener en cuenta la España vacía o vaciada que no se les cae de la boca a los políticos, ni la realidad de los agricultores y los ganaderos necesitados de regadíos, ni las fábricas, ferrocarriles y edificios que se han construido donde no se debían construir, pero que hoy nos deberían obligar a anteponer cabalmente el pragmatismo realista a las utopías ideológicas y ensoñaciones verdes?
¿Es realmente sostenible esa política de guerra declarada a los combustibles fósiles, que se saltan a la torera las grandes potencias, pero que impone renovar todo el parque móvil a un país como el nuestro poblado de mileuristas, inmigrantes, jubilados, parados y "fijos discontinuos"?
Sí. La pasividad y la impasividad simultáneas, la brutal frialdad de una Teresa Ribera solo preocupada por acceder a la vicepresidencia de la Comisión Europea en el momento en que Valencia se ahogaba; su incapacidad para asumir sus responsabilidades entonces, y su resistencia a día de hoy a poner los pies en Paiporta, son la mejor expresión de ese ecologismo deshumanizado que llena en la izquierda el vacío de sus fracasos y que nuestra derecha más moderada ha abrazado con una insostenible e idéntica falta de empatía social.