Hace justo diez años viajé a Sudán del Sur junto a otros periodistas para documentar la grave crisis humanitaria provocada por la guerra civil que vivía el país desde su independencia de Sudán, en 2011. En mi entorno, poca gente sabía ubicar con exactitud donde quedaban esos dos países. ¿Adónde dices vas? ¿Qué pasa allí?, me preguntaban. Una década después, los dos países siguen igual de olvidados pero la situación está mucho peor de lo que yo vi, aún si cabe. Sudán sufre ahora un conflicto interno que ha provocado miles de muertos y heridos, además de una de las mayores crisis de desplazamiento y seguridad alimentaria del mundo. Más del 20% de la población ha abandonado su hogar y está huyendo en masa a Sudán del Sur, un país que vive inmerso en una situación catastrófica.
Antes de que estallara el conflicto en Sudán, la situación humanitaria ya era terrible en Sudán del Sur. Más de la mitad de la población, 9,4 millones de personas, se enfrentan al hambre extrema y necesitan asistencia urgente. Sufren los impactos de su propio conflicto, el cambio climático y el desplazamiento. Y ahora la llegada de miles de personas que necesitan ayuda inmediata.
Los equipos de Oxfam en el país nos cuentan que están desbordados y que es desgarrador ver como cada día llegan alrededor de 1.000 personas más, la mayoría mujeres, niños y niñas, a campos de acogida en la ciudad fronteriza de Renk, en Sudán del Sur. Es el punto por el que más personas entran. Ríos y ríos de personas llegando traumatizadas, exhaustas y lidiando con el dolor de haber perdido todo lo que tenían. Las imágenes que nos hacen llegar dejan sin aliento: familias enteras durmiendo en el suelo, con barro, suciedad y desde hace unos meses con un brote de cólera circulando, por si no hubiera bastante. Su futuro es totalmente incierto en un país dónde ya no hay nada.
Asha es un niña de 14 años, que vivía en Jartum, la capital de Sudán. Como cualquier otra niña de su edad: iba a la escuela, jugaba con su familia y sus amigos y amigas, veía la televisión... Pero estalló la guerra y su vida cambió para siempre. De repente, no había comida, ni electricidad, ni agua, y las escuelas tuvieron que cerrar. Temiendo por sus vidas, su familia lo dejó todo atrás. Ahora, ella y su familia están viviendo en el campo de Renk donde las necesidades son agua, comida y refugio para sobrevivir. Nada que ver con su vida de antes. Como ella, tres millones de niños y niñas han tenido que huir de su hogar, según Naciones Unidas.
En los campos de personas desplazadas que visité en Sudan del Sur conocí a mujeres que también habían huido de sus casas, muchas de ellas llevando sus hijos e hijas a cuestas y con lo puesto. Las historias de supervivencia que contaban eran horribles. Habían cruzado el río oyendo disparos, ocultándose entre los juncos durante días. Nos contaron que otras habían huido a la vecina Sudán, buscando un futuro mejor lejos de violencia. Hoy, diez años después, muchas de estas personas están teniendo que regresar al país del que huyeron. No puedo imaginar el sufrimiento de huir dos veces en esas condiciones, como en un bucle sin fin.
¿Y por qué debería importarnos algo que pasa en un lugar tan remoto? Este conflicto está pasando desapercibido, eclipsado por las guerras en Oriente Medio y Ucrania, pese a su extrema gravedad. A las ONG nos cuesta recaudar el dinero necesario para hacer frente a las enormes necesidades que enfrenta la población. No hay tiempo que perder. La supervivencia de muchas personas depende de que sepamos que existen.