Errejón

Íñigo Errejón está muerto. Muerto civilmente. Ha sido colgado virtualmente en la plaza pública, como se hacía físicamente antaño, y como aún ocurre en algunos países teocráticos.

No parece posible que pueda salir de casa sin que se le escupa o persiga. El "pueblo" ya ha dictado su veredicto: sentencia de muerte. Sus hasta hace poco compañeros y compañeras son los más duros con él; tienen que demostrarlo públicamente. No les queda otra. Yolanda Díaz declara: "Es evidente que no tenía que ser diputado ni portavoz". Hasta su expareja se pronuncia: "Una persona de apariencia normal, un buen novio, era a la vez un misógino que volvía a casa con normalidad tras agredir a una mujer de 20 años en un hotel".

Algunos dicen que la doble vida de Errejón era un secreto a voces o, como mínimo, se intuía. Y, aun así, nadie lo dijo. Mientras tanto, él seguía como portavoz en el Congreso por el grupo parlamentario Sumar: los puros entre los puros, los que siempre aseguran estar en el lado correcto de la historia.

No sé realmente si Errejón será condenado por la Justicia. Se le acusa de violencia machista y agresión sexual. Hasta donde he leído, y sin ser jurista, y si no aparecen más pruebas, me parece que no será fácil condenarlo. Otros, en cambio, consideran que los hechos denunciados por la actriz Elisa Mouliaá son claros.

Luego está el discurso público de Errejón, que, según lo que han declarado algunas de sus supuestas víctimas, es totalmente contrario a lo que predicaba y defendía.

Personalmente, no me gustan los juicios populares, ni los linchamientos en redes sociales y medios. Si Errejón ha cometido un delito, que pague penalmente lo que deba. Que todos como él enfrenten la misma consecuencia. Nadie, absolutamente nadie, debería quedar impune si obliga a una mujer a hacer lo que no quiere. Nadie. Pero dejemos que quien dicte sentencia sea un juez, no la calle.

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