Hubiese arruinado con gran placer toda mi cordura a cambio de que ella hiciera gala de sus despistes y dejase todos los cajones de la casa abiertos, para que yo fuera detrás de ella cerrándolos e imponiendo un poco de orden, para después estrangularla con cariño con un abrazo de menos de veinte segundos. Hubiese permanecido embobada escuchando cómo me interrumpía cada vez que dijera algo, aun sabiendo lo mucho que me cuesta hablar. Encantada, hubiese aceptado que antepusiera su trabajo a los sentimientos que pudieran nacerle por mí —yo hacía lo mismo, mi trabajo era lo primero; eso nos podía convertir en la pareja ideal—.
Hubiera dado lo que fuera por aguantar una película ñoña que a mí me aburriría hasta la náusea y en la que ella se quedaría dormida a los dos minutos con el mando atrapado entre su cuerpo y el sofá, obligándome a tragarme una cursilada con sus babas sobre mi hombro. Habría soportado que toqueteara sin permiso lo más sagrado que atesoro en el plano terrenal: mis libros, cuadernos y el bolígrafo de punta extrafina que tanto adoro. Maldita sea... incluso habría soportado de mil amores que me preguntara doscientas veces en una hora «¿estás bien?». Odiaba aquella pregunta, pero a ella le sonreiría cada vez que me la hiciera en vez de enseñarle los dientes. Incluso habría dejado de fumar por ella con tal de dejar de torturarme con mi propio silencio. Y lo que es más, yo ni me escondía en el armario ni presumía por estar fuera de él, pero si ella sentía miedo me habría sentado en la puerta de su armario sosteniéndole la mano a esperar a que terminara de luchar contra aquello que la atosigara. Todo aquello se lo revelaba mientras la besaba y acariciaba las mejillas en un intento por tranquilizarnos a ambas, mientras mi mente podía sentir nuestros labios tiritando en una onírica mezcla de miedo y nervios.
Sus labios me dieron vértigo y quise separarme de nuevo por si ella estaba incómoda. De nuevo, pensando más en ella que en mí.
No encontré ninguna señal de que quisiera un beso en sus labios. Igual sí la hubo, pero la duda de cuándo volveríamos a vernos me agarrotaba los latidos del corazón, exprimiéndolos en un grito agónico que me ensordecía cuando intentaba razonar. Lo que en realidad hice fue besarla en la mejilla con una prolongada y nada babeante carantoña, preguntándome si le habrían servido en el menú horas antes las mismas mariposillas que a mí. Le regalé mi latido más especial con aquel mimo, rogándole con las pupilas que lo guardase bien y lo cuidase, pues no le voy entregando latidos a la primera mujer que me hace ojitos. Ignoro si lo habrá hecho. Quise avanzar hasta sus labios, pero de nuevo me dejé llevar por el miedo y no lo hice. Nos dimos la mano, la apretamos, nos sonreímos y me quedé bajo la lluvia observando cómo desaparecía calle arriba con su perrita. Solo ella se giró para observarme desde la lejanía mientras trataba de seguir el ritmo de los pasos de su dueña. Permanecí ahí, calándome más y más, sintiéndome como si me hubiera despedido de mi gran amor y no supiera cuándo volvería a verla. Han pasado casi seis vidas desde aquel día. En efecto, no sabía si volvería a verla.
© Sara Levesque