Los amnésicos

No tenemos remedio. Y no me refiero, que también, a los canallas narcisistas y megalómanos que soñaron una noche de verano que podían ser presidentes de España o de alguna de sus comunidades autónomas, cuando son detestables arribistas e inútiles que se han hecho, por vías infames, con los partidos políticos. Y tampoco me refiero, que también, a los que presidieron esos partidos políticos antes y consintieron que una patulea de gandules jactanciosos se hiciera con esas organizaciones, pensando quizá que así los tenían controlados para sus negocios y favores. Y no pienso, que también, en los imbéciles acríticos e inmorales que actúan como hooligans de partido, a través de sus redes sociales, a ver si mantienen el puesto o les cae un carguillo. Y, desde luego, no me refiero, que también, a los utilleros mediáticos que, debidamente enfangados de pasta pública, prestan servicio remunerado a una de las dos Españas. No. Quienes no tenemos remedio somos la mayor parte de la sociedad que ha naturalizado todo esto.

Es más, hoy somos hijos de la ira, mañana seremos hijos de lo que venga. En una escena de la serie Muñeca rusa, la protagonista afirma: "¿Qué tienen en común el tiempo y la moralidad? La relatividad: todos son relativos a nuestra experiencia". Por idiotas que sean o lo puedan parecer, los políticos saben que el tiempo es un analgésico que aplaca el dolor, y hasta puede convertir al villano en héroe. El tiempo es relativo en el mundo digital, mientras que la moral, para el profesional de la política, una mercancía deleznable.

La herida de estos días es inmensa, pero gran parte de la sociedad acabará olvidando, porque el tiempo drena sufrimiento. Muchos olvidarán en unos meses los nombres del paisaje valenciano del horror, por mucho que ahora no lo creamos. Lo hicimos con la pandemia, al trote, como una sociedad que vive entre el insomnio y la amnesia. Y lo volveremos a hacer. Porque la auténtica peste de nuestro siglo es el olvido, por eso España es como Macondo en Cien años de soledad. Por paradójico que parezca, el exceso de malas noticias provoca que los políticos promuevan una narrativa ahistórica que dificulta el recuerdo y ahuyenta la asunción de responsabilidades.

En fin, en frente de la Real Casa de la Aduana en la calle de Alcalá de Madrid, junto a una Puerta del Sol plagada de una multitud de extraños, hay tres mujeres con banderas de Ucrania que expresan el dolor amargo y silencioso de una tragedia que, a muchos, dejó de interesar hace tiempo. Pero allí siguen, invisibles. Testigos de su drama y testigos de nuestra indiferencia. Mientras, amnésicos de todas las edades y condición, ni siquiera las ven al pasar. Sin duda, no tenemos remedio.

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