Aldama y 'monsieur' Taxil

La célebre Historia universal de la infamia tiene un solo problema: que su autor se murió demasiado pronto. Si Jorge Luis Borges hubiese conocido las redes sociales, los canales dedicados a las teorías de la conspiración y la desvergüenza rampante por todas partes, no le habría salido un libro, sino una enciclopedia.

Este señor Aldama, por ejemplo, que tanto dinero dice haber repartido (no hay mejor virtud que la caridad), a mí me recuerda mucho a un extraordinario personaje de finales del siglo XIX, un francés que se hacía llamar Leo Taxil, aunque su nombre era otro. Seguramente ustedes no conocen la historia. Este Taxil era hombre apasionado, muy extremo y dotado de una imaginación portentosa.

Taxil odiaba a la Iglesia católica más que a nada en este mundo –algo bastante frecuente en la Francia de su tiempo– y escribía unos panfletos terroríficos llenos de las más bestiales calumnias contra el clero, todas inventadas. Le dio por apuntarse a la masonería, seguramente convencido de que aquello era un nido de comecuras. Los masones, cuando se dieron cuenta de que a aquel señor le faltaba no uno sino muchísimos tornillos, le echaron.

Y lo que hizo Taxil, ofendidísimo, fue volver contra ellos las baterías de su increíble y disparatada fantasía. Sus panfletos anticlericales se volvieron, casi de un día para otro, panfletos antimasónicos. Y qué panfletos. Este hombre es el autor de infundios como que los masones son adoradores de Baphomet, que bailan alrededor de cabras, que sus reuniones son orgías de fornicación, que allí violan a muchachas vírgenes y que sacrifican niños para beberse su sangre. Taxil resultó ser el Julio Verne de la difamación. Hasta que aparecieron las redes sociales, yo no había conocido en mi vida a nadie capaz de inventar semejante cantidad de disparates.

Pero la masonería tenía enemigos muy poderosos, entre ellos la Iglesia de entonces, y los delirios gore, sanguinolentos y pornográficos de Taxil empezaron a difundirse en periódicos con fama de serios. Hemos visto que a este Víctor de Aldama, el caritativo repartidor de sobres, le dieron una vez una medalla, ¿no es cierto? Bien, pues a Taxil lo recibió y lo bendijo nada menos que el papa León XIII, y hasta se organizó en Trento un congreso antimasónico (1896) al que acudieron numerosos prelados de Europa y América, y en el que Taxil fue el protagonista absoluto.

Al año siguiente, cuando los investigadores serios empezaron a demostrar que todo aquello que decía Taxil eran nada más que falsedades, aquel loco declaró en París, en un acto público, que se lo había inventado todo, que había ganado muchísimo dinero con aquella sarta de mentiras y que se había divertido muchísimo riéndose de todo el mundo, desde el papa hasta el último monaguillo, que se habían creído sus patrañas.

Porque le habían creído. Hay gente que se las sigue creyendo todavía hoy. ¿Y por qué? Es fácil. Primero, porque querían creerle. Y, segundo, porque, como este Aldama y como tantos sinvergüenzas que infestan las redes sociales, Taxil tuvo la habilidad de mezclar fragmentos de verdad con sus mentiras. Si algo de lo que se dice es cierto, aunque sea una gota, ¿no es lo más cómodo sospechar que todo es verdad?

Azuzados por los políticos y por las redes conspiranoicas, tendemos a llamar criminales, ladrones y asesinos a quienes simplemente piensan de manera diferente a la nuestra. Lo peor del asunto es que los de enfrente suelen hacer lo mismo. A nadie le importa ya mentir ni difamar. La mentira y la calumnia se han convertido en armas legítimas para destruir al que antes teníamos por rival, y ahora por enemigo.

Bueno, hombre, bueno. Mientras no se demuestre lo contrario, mantendré que a mí Aldama no me ha dado ningún sobre, lo cual me parece fatal porque se los ha dado a todo el mundo, caramba: al tal Koldo, a Ábalos, a Cerdán, a Sánchez, al ministro Torres… Y, si esperamos un poco, es probable que pronto añada a la lista a don Manuel Azaña, al conde-duque de Olivares y a Viriato, "caudillo lusitano", que decían nuestros libros infantiles. Total, qué más da. Como muy bien sabía Leo Taxil, siempre habrá alguien que se lo crea.

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