Desde la cabecera del banco azul, o de la bancada del Gobierno si se prefiere hablar en argentino, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, administra cariños y proximidades o desafecciones y distancias; aguza el oído para detectar la más leve frialdad según de donde proceda o rehúsa darse por aludido cuando quienes disparatan siguen siendo necesarios para componer el puzle de los apoyos parlamentarios que necesita. A los peperos les atiza, devolviéndoles el ciento por uno evangélico, pero a los afines asimilables, alineados o desalineados en esa coalición de sumandos inestables que se dedican de modo incesante a desacreditarle reiterando que no es de fiar, ningún despropósito que proclamen les es tenido en cuenta ni es merecedor de suscitar réplica alguna. Sea que arremetan contra la Constitución, que propinen a sus artículos cualquier descalificación de esas que en modo alguno aceptarían que fueran dirigidas hacia las instituciones catalanas, que acusen al rey o que pongan en cuestión los tribunales y les tilden de prevaricadores, que se aferren al "España nos roba", que tergiversen las tareas de la Agencia Tributaria o que quieran recibir premios por las malversaciones en que han incurrido.
Entre los lemas que Sánchez reitera cuando comparece en las sesiones del pleno del Congreso de los Diputados o se presta a participar en las sesiones de control al Gobierno, que han invertido su sentido para funcionar como control que el Gobierno hace a la oposición, uno de sus preferidos, cuando estima llegado el momento en que debe concluir las enumeraciones incesantes de autoelogios que tanto gusta de prodigarse, es el de que, pese a todas las acusaciones que le disparan desde el PP, referentes a su actitud respecto a Cataluña, "España no se ha roto".
Llegados aquí, convendría discernir si España no se ha roto porque es irrompible o si, aunque no se haya roto, ya va quedando menos para que, por fin, se rompa. A simple vista, lo que se atisba es que mientras Cataluña todavía no acaba de irse del todo rompiendo España, es indudable que, al menos, el proceso por el cual el Estado y todas sus instituciones se están ausentando de Cataluña se está acelerando.
Asombra el cambalache. La increíble negociación pieza a pieza, chantaje a chantaje, peldaño a peldaño, prorrogada durante años entre el prófugo Carles Puigdemont y los enviados del PSOE, a quienes recibe en Bélgica o en Suiza acompañado de mediadores salvadoreños o zapateriles. Así que Puigdemont, como María Cristina, nos quiere gobernar y va cortando el salchichón, o mejor el fuet, rodaja a rodaja. Pero, eso sí, de ese gran líder, Salvador Illa presidente de la Generalitat, que iba a darnos todas las soluciones y salvarnos de todos los peligros, nunca más se supo, como decía del finado Fernández nuestro Pepe Iglesias el Zorro.
Sabíamos que había competencias exclusivas del Estado, las enumeradas en el artículo 149 de la Constitución, la segunda de las cuales era la referente a "nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y derecho de asilo". De ahí que el Gobierno y sus ministros negaran hasta el pasado martes que fueran a transferirse, hasta que los votos que controla el prófugo se hicieron imprescindibles para la continuidad de Sánchez en Moncloa, momento en que el coro cambió la partitura para invocar el artículo 150.2 de la Constitución, según el cual "el Estado podrá transferir o delegar en las comunidades autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a esas materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación".
Amigo lector, recele cuando le digan de algo que es así por su propia naturaleza. Eso decía el preámbulo de la Ley de Principios del Movimiento Nacional que los declaraba "por su propia naturaleza permanentes e inalterables»" Y recele aún más cuando le digan de algo que es susceptible, salvo si se trata de un imán. Atentos