El Gobierno ha dado el martes 14 muestras contundentes de su repudio a que la Mesa del Congreso tramite la cuestión de confianza como reclama Carles Puigdemont, líder de Junts per Catalunya, quien amenaza en caso contrario con represalias desagradables para el Gobierno, entre las que podría figurar su rechazo a los Presupuestos Generales del Estado. La exigencia de Puigdemont se articularía mediante una Proposición No de Ley (PNL) sobre la que habría de pronunciarse la Mesa del Congreso este jueves 16. Según fuentes de la Moncloa ya está tomada la decisión de que la Mesa de la Cámara, donde el Gobierno y sus afines parlamentarios tienen mayoría, vote en contra de la propuesta de los postconvergentes. Es decir que, una vez más, nada es lo que parece porque las decisiones de la Mesa del Congreso no las toma la Mesa, ni las de la Junta de Portavoces las toma la Junta, ni las Proposiciones de Ley (PDL) las presentan los Grupos Parlamentarios. Todo se hace fuera de juego, sin que nadie haga frente a sus responsabilidades.
Por eso, convendría acudir a la Constitución y al Reglamento del Congreso para establecer el punto de partida. Lo encontramos en el artículo 112 que dice: “El presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros, puede plantear ante el Congreso de los Diputados la cuestión de confianza sobre su programa o sobre una declaración política general. La confianza se entenderá otorgada cuando vote a favor de la misma la mayoría simple de los Diputados”. O sea, que es el presidente del Gobierno, y nadie más, quien tiene atribuciones para plantear la cuestión de confianza ante el Congreso de los Diputados. Planteamiento para el que es suficiente la mera deliberación del Consejo de Ministros, sin que sea precisa la adopción de acuerdo alguno. Es decir, que queda fuera del alcance del prófugo encumbrado Carles Puigdemont e incluso de su asesor áulico Gonzalo Boye.
Luego, el artículo 114.1 prescribe que: “Si el Congreso niega su confianza al Gobierno, este presentará su dimisión al rey, procediéndose a continuación a la designación del Presidente del Gobierno, según lo dispuesto en el artículo 99”, es decir, abriendo una ronda de encuentros del rey con los portavoces parlamentarios antes de proponer un candidato.
La redacción del 114.1 resulta confusa porque, en el caso que se considera al negar el Congreso de los Diputados la confianza que le hubiera solicitado el presidente del Gobierno, debería ser a él a quien le afectara la negativa cosechada ya fuera que tratase “sobre su programa o sobre una declaración de política general”. Pero sucede que una decisión personal del presidente, la de plantear ante el Congreso la cuestión de confianza, arrastra consecuencias sobre todo el Gobierno. Y siendo así, como estamos ante un caso inédito en la España constitucional de un Gobierno de coalición progresista, los coaligados con el Partido Socialista es más que probable que se dejaran oír.
En todo caso, antes de plantear la cuestión de confianza ante el Congreso de los Diputados, el presidente Sánchez haría bien, para evitarse sorpresas, en plantearla, como primera instancia, ante el Consejo de Ministros que parece muy necesitado de una de esas jornadas de retiro espiritual que alguna vez se convocaron en Quintos de Toro, hábitat privilegiado de los quirópteros de la Península. Veremos.