Ana Cervera Martínez se pone guapa, coge un fular y se lo coloca en el cuello antes de salir. Ese día la casa es una fiesta porque su marido, Miguel Almena Pérez, va a poder bajar a la calle. Es la segunda vez en treinta días, desde que la catastrófica DANA devastó Aldaia, una de las localidades afectadas de Valencia. Aquel 29 de octubre el barranco se desbordó y el agua arrasó todo. También los ascensores de los edificios, que un mes después siguen completamente colapsados, una situación que ha impuesto un confinamiento total a las personas con problemas de movilidad.
Es el caso de Miguel, quien hace 17 años sufrió un ictus y desde entonces tiene "medio cuerpo paralizado", según explica a 20minutos.es Anabel, su hija. Por eso, para esta familia de Aldaia, el ascensor no es una cuestión de comodidad o privilegio; es una necesidad, pues sin él no puede salir a la calle. "Llevamos un mes así y mi marido no puede bajar", detalla por su parte la mujer de Miguel, Ana, mientras este se aferra al bastón en su salón, impaciente por acabar la charla para poder salir de esas cuatro paredes. "Mi marido puede caminar un poco por aquí por casa, pero ya está, no puede bajar las escaleras. Hoy va a poder bajar un rato gracias a los voluntarios de Cruz Roja que le van a sacar con una silla especial. Pero no sabemos cuándo podrán venir de nuevo".
Unos 18.000 ascensores continúan colapsados, según publicaba hace unos días El País, después de que la tromba de agua dañara los sistemas eléctricos, dando lugar al aislamiento total de esas personas dependientes. Es otra de las realidades que se ven estos días en las zonas afectadas de la zona cero, consecuencias indirectas de la mayor catástrofe natural de España.
Por eso, el día a día de Miguel ha cambiado radicalmente en el último mes. Pese a sus problemas de movilidad, estaba acostumbrado a llevar una vida muy independiente. Gracias a una silla automática, se movía por Aldaia sin necesidad de ayuda. "Le encanta estar en la calle. Antes bajaba dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, y se podía tirar dos horas. Yo le sacaba hasta el ascensor y ya se iba él solo", detalla.
La silla, geolocalizada, le decía a Ana dónde estaba Miguel en todo momento. "De repente miraba y se había ido a otro municipio. Antes tenía mucha vida", lamenta. Con ella coincide su hija: "Alguna amiga me ha escrito alguna vez para decirme 'oye, creo que he visto a tu padre en Xiravilla'. ¡Se iba lejos!". De ahí la preocupación ahora de la familia. "Mi marido no llevó mal lo de estar encerrado en casa los primeros días porque se asomaba a la calle y no veía nada, ni bares ni nada. Pero ahora se asoma y ve a la gente pasear y él también quiere salir, está más inquieto. Lo que temo es que esto se alargue en el tiempo y vaya a coger depresiones", continúa Ana.
De momento, la incertidumbre es total, pues no tienen una fecha clara para la reapertura del ascensor. "Nos han dicho que puede que tarden en arreglarlo cinco o seis meses o incluso más, es mucho tiempo", cuenta Ana, a quien esta situación también le afecta directamente, pues le obliga a quedarse mucho más tiempo que antes en casa para cuidarlo. "¿A qué hora me lo vais a traer de vuelta?", le pregunta a los voluntarios mientras preparan todo para bajarle. "Voy a aprovechar para ir al Ayuntamiento a ver si pueden agilizar los trámites del ascensor", dice. El alcalde de Aldaia, Guillermo Luján, pidió hace una semana a las aseguradoras que aceleren los procesos de reparación. "La covid nos enseñó que los mayores necesitan salir a socializar. Este problema debe resolverse cuanto antes", afirmó.
Consciente de esto, Lorena, voluntaria de Cruz Roja, ha liderado un proyecto para poder sacar de casa a las personas con movilidad reducida y ayudarlos a que se oxigenen. "A los que viven en pisos altos no les afectó de manera directa, pero sí indirecta. No tener ascensor es un impedimento", explica, vestida con su chaleco rojo, minutos antes de que dé comienzo una actividad con mayores en el parque Europa, en Aldaia.
"Antes hacíamos talleres para combatir la soledad no deseada y nos juntábamos porque es muy importante para ellos tejer redes de apoyo, pero las primeras semanas de la DANA fue imposible, así que iba de casa en casa a llevarles alimentos, agua, porque no podían bajar las escaleras y, además, la calle era un peligro porque era como andar sobre patines", explica. "Ahora hemos retomado esos talleres en el parque mientras nuestra sede esté afectada. Lo que necesitan es conversar, que les presten atención, necesitan salir y ser escuchados".
Con ella coincide Rosi, una de las personas que va a las casas a hacer felices a los mayores cuando los carga escaleras abajo y les da una vuelta por el barrio. Hace años lo hacían a pulso, según cuenta, pero ahora es más sencillo gracias a sillas específicas para trasladarlos. "Se ponen muy contentos, les da mucha alegría", cuenta esta voluntaria de 60 años con once de voluntariado a su espalda. Empujado por ella, Miguel llega al parque Europa antes de que dé comienzo la actividad con otras personas mayores de la zona. Es la primera vez en el último mes que va a poder compartir un rato con gente que no es su familia. "Es muy importante que salgan y se relacionen", detalla Rosi. "El otro día bajé en el mismo bloque a su vecina la del tercero, Amparo, se llamaba", cuenta con una sonrisa. "No paraba de dar palmas".