Mañana a las 18.30 h en el Teatro Campoamor de Oviedo se iniciará la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias y, según hemos sabido, entre los galardonados de este año figura nuestro amigo canadiense Michael Ignatieff, brillante profesor, político y periodista, autor de libros como Sangre y pertenencia, que combate en profundidad el nacionalismo étnico, o El honor del guerrero, antídoto certero del buenismo pacifista, donde viene a demostrar cómo, abolidos los ejércitos, toman el relevo los señores de la guerra.
Habrá que prestar cuidadosa atención al discurso de Ignatieff, si es que le conceden el turno de palabra, porque como probó el 20 de noviembre de 2012, al recibir de manos de don Felipe, entonces Príncipe de Asturias, la XXIX edición del premio Francisco Cerecedo, sus reflexiones centradas en el oficio del periodismo favorecen que alcancemos valiosos esclarecimientos.
Nuestro autor reconoció haber sido lo suficientemente insensato para pasar de periodista a político y, aduciendo pruebas empíricas, afirmó que es más divertido hacer preguntas que responderlas. Mantuvo que el periodismo es un comercio efímero y, en ocasiones, también perverso, y que los periodistas muerden la mano de quien les da de comer. Por eso muchos se preguntan: ¿quién ha elegido a esta gente? Y la respuesta es nadie. De ahí el enfurecimiento que generan porque siempre han tenido poder sin responsabilidad, lo cual a su entender es la prerrogativa de la prostituta.
Pero, enseguida, añadió que aquellos que tienen poder y dinero conviene que estén sometidos al escrutinio de quienes por demasiado irresponsables están incapacitados para distribuir complacencias. De ahí dedujo que los mejores periodistas son los que saben atemorizar a los poderosos. Hizo una breve referencia a las almas valientes de aquellos que arriesgan su vida y se ponen del lado de las víctimas, pero se negó a utilizarles como coartada para encubrir nuestras vilezas.
Sostuvo que la buena conciencia del periodismo es la que habla con sinceridad al poder, como hicieron los héroes de la profesión jugándose su puesto de trabajo. El ejemplo que me queda más a mano es el del diario Madrid, cuyos trabajadores, cuando el 25 de noviembre de 1971 llegó la orden de cierre dictada por el Gobierno de Franco y Carrero, transgredieron la ley de la gravitación laboral y prefirieron el paro a la continuidad en sus puestos de trabajo con el periódico convertido en un eslabón más de la Cadena de Prensa y Radio del Movimiento.
Según las cuentas de Ignatieff, por cada corajudo empresario periodístico, como Katherine Graham del Washington Post que respaldó a los periodistas del diario cuando desvelaron la trama del Watergate, hay cientos a quienes no importa sacrificarlos para dar contento a sus amigos poderosos. En su versión más frecuente, el periodismo es un negocio que persigue ganar cuota de mercado más que aproximarse a la verdad; agrede a los que están caídos y adula a los que suben; le gusta pensar que revela los secretos de los poderosos, pero asume la función de proveer en abundancia la alfalfa que los poderosos quieren que reciban los crédulos.
Además, un periodismo que no defienda a los débiles se convierte pronto en una herramienta del poder. Ignatieff concluía su discurso de hace 12 años ante el príncipe expresando su confianza en los periodistas que piensan en la tozudez de los hechos, que cambian de opinión cuando cambian los hechos, que escuchan más que hablan, en aquellos cuya autoridad viene de haber estado ahí, de practicar el periodismo de inmersión. Continuará.