Solemos olvidar algo que nuestros padres tenían muy claro: en la formación de un niño, en sus primeros años, están las claves de lo que será después. Donald Trump no fue criado como un niño normal. Donald Trump fue amaestrado por un padre sin escrúpulos –un padre amargado por la decepción que le produjo su hijo mayor– y adiestrado como un perro de presa, no tanto para vencer a sus enemigos como para acabar con ellos. Eso fue lo que aprendió, a golpes, a insultos, en su casa. Eso fue lo que le enseñaron en la escuela militar donde se formó su carácter y se convirtió en un matón. Eso fue lo que le inculcaron sus terribles amigos, como Roy Cohn y Steve Bannon: la empatía es para nenazas. Un hombre de verdad no duda, no piensa dos veces, no se disculpa jamás: ataca siempre, se tira a morder. Eso le metieron en la cabeza.
Esa es la razón profunda de lo que estamos viviendo en estos días inauditos. Trump está dispuesto a cargarse el orden mundial que nació hace 80 años, tras la Segunda Guerra Mundial, y que ha generado la época de mayor prosperidad que ha conocido la especie humana. Trump, que tiene un intelecto limitado, un carácter infantiloide e inseguro –por eso se empeña en mostrar lo contrario– y un ego gigantesco, entiende todas las relaciones humanas como algo en lo que, si uno gana, el otro tiene que perder. Es una manera de ver el mundo en blanco y negro que ignora una palabra muy importante: cooperación.
La cooperación, la ayuda mutua, es lo que ha levantado el mundo en que vivimos, con todos sus defectos y también con toda su riqueza. Pero eso Trump no lo sabe y no lo puede entender. Entiende las relaciones económicas, y también las internacionales, como lo que le enseñó su padre a guantazo limpio: un acto de vasallaje en el que uno triunfa, y el otro se arrodilla y obedece. Eso y nada más es lo que él concibe como "hacer grande a América otra vez". No puede entender que cinco no es siempre la suma de cuatro, que me llevo yo, y uno, que dejo para ti; que, si trabajamos juntos, cinco pueden convertirse en seis, o en siete, y así ganamos todos. Eso, la cooperación, es lo que ha multiplicado la riqueza en el planeta desde hace ocho décadas. Eso, no la amenaza ni el amedrentamiento ni la imposición.
Pero eso es difícil de entender para un tipo que, por puro orgullo, se embarcó en una auténtica locura –la compra de los casinos Taj Mahal, en 1990– a cuya ruina sobrevivió gracias a la ayuda, más que interesada, de la mafia de Nueva York. No aprendió la lección. Trump está reproduciendo casi exactamente las políticas arancelarias e imperialistas del presidente William McKinley, otro desquiciado que aseguraba que Dios se le aparecía para explicarle qué tenía que hacer con Filipinas. Sus aranceles arruinaron a medio país, echaron los cimientos de la Gran Depresión de 1929 y él murió asesinado en 1901.
Tenemos serios motivos para preocuparnos. El país más poderoso del mundo, y con él la arquitectura geopolítica del planeta entero, han caído en manos de un completo botarate incapaz de entender conceptos básicos de economía y de política. Pero tiene todo el poder. Y nadie se atreve, a su alrededor, a llevarle la contraria. Quizá sea esto lo peor de todo.