Escuchar sólo al algoritmo

Como nadie escucha es lógico que escuchar esté sobrevalorado, al menos, según la antigua ley de la oferta y la demanda, que también está sobrevalorada: sería interesante medir en qué porcentaje de la economía (o sea, del mundo) rige o funciona la premisa de la oferta y la demanda, en qué sectores, nichos, etc. Si funcionara bien no haría falta la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, excepto para colocar allegados. Lo de los concesionarios de coches es el penúltimo caso. Ponerse de acuerdo y subir los precios en secreto y engordar comisiones. Esto guarda relación: la competencia real obliga a escuchar a varios agentes. La presunción o el convencimiento de que ese principio se vulnera por defecto y que las multas o indemnizaciones son ridículas y llegan tarde y mal bloquea la escucha.

Nadie escucha y yo el primero. Quizá haya razones para este ensimismamiento. Si el cerebro-cuerpo se niega a escuchar es porque siente o sospecha que lo que oye no le aporta nada: soluciones, dinero, tiempo, información, placer. Aparte, claro, está el móvil que nos lleva, que es el que decide dónde está el valor porque sabe lo que nos dopamina.

Existe la posibilidad de que algo que nos dicen resulte interesante o útil pero quizá es tan pequeña que no compensa tragarse todo, el preámbulo, la descripción, el contexto, las digresiones... Es una regla de supervivencia. Escuchar agota. Y luego está el lucro cesante, lo que se deja de ganar mientras se escucha. Escuchar exige tanta energía como emitir algo útil, interesante, que aporte soluciones, tiempo, ego, dinero.

Existe la posibilidad de que algo que nos dicen resulte interesante o útil pero quizá es tan pequeña que no compensa tragarse todo

No se sabe qué fue primero, si dejar de escuchar o dejar de emitir algo de valor. Tal vez son dos procesos paralelos. Como casi todo, la capacidad de escuchar se ha deteriorado al menos desde 2008. La capacidad de escuchar a una persona cercana, en directo, cara a cara, porque las horas de podcast se han disparado. La serie de Netflix Nadie quiere esto la protagonizan dos hermanas que emiten un podcast de amor y sexo, y una de ellas se enamora de un rabino, y él de ella. También hay humor y líos de familias. En La señora Maisel, monologuista en los años sesenta, se aprendía mucho de costumbres judías en Estados Unidos, igual que en tantísimas pelis, empezando por las Woody Allen. Entonces no había podcast, sólo la radio y la tele y el fijo. Qué título: la radio, la tele y el fijo. El mundo sin móviles es raro y normal a la vez. Qué competencia tan desleal para la conversación cara a cara. Desde que acechaba el tigre dientes de sable a la puerta de la cueva no ha habido nada tan excitante como el móvil. Un gag muy común, también en la serie del rabino, es conectar sin querer el móvil al coche y que empiece a decir mensajes en voz alta… delante de los aludidos. Pasa mucho en la vida real y, a veces, como en las series, es embarazoso y puede saltar de cómico a dramático.

Escuchar era un mantra obligado del universo autoayuda hasta hace poco, pero ya se ha desvanecido esa pretensión. La autoayuda de escucha activa se estrella contra la naturaleza que, enviciada por el veloz tiempo del móvil y sus algoritmos, exige emociones rápidas que disparen las hormonas. Hay demasiado talento al otro lado programando. El paleocerebro echa fuego y se calienta más que el propio móvil: son ya entes siameses, sistemas conectados full time. Con el comando de voz sobran ya las manos, torpes dedos veloces que sirven para hacer otras cosas, rutinas automáticas.

El único fallo de este mecanismo que nos zarandea cada minuto y nos impide escuchar no sólo a los demás sino a nosotros mismos podría ser la repetición, insoportable para el cerebro ya habituado al asombro perpetuo y a excesos más potentes en cada pantalla. El éxito de las fórmulas del algoritmo le fuerza a repetir el mismo impacto, la misma frase-gancho, el mismo señuelo. El colmo sería que dejáramos de escuchar y atender también al propio móvil.

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