Las redes sociales son un espejo resquebrajado de la sociedad. Abran Instagram, sentirán que en los días de verano las playas son espacio exclusivo para esos cuerpos que llaman perfectos. Hay grupos de amigos que incluso parecen creados a través de un casting. Casting abdominal sin camiseta, por supuesto. Descartado estará aquel que desequilibre la armonía de cualquier foto o sufra de fobia al ritual del filtro de belleza.
El algoritmo de Instagram trabaja al estilo del señor que elegía el póster central de la revista Superpop. Las pieles bronceadas con gafas de sol, primero. Tenemos bien claros los patrones estéticos con los que debemos soñar. Aunque la belleza sea elástica por subjetiva y las playas reales poco remitan a las que promociona el 'like'.
Las playas son el lugar más democrático de nuestra sociedad en verano. Da igual el cuerpo que tengas, cómo te expreses, el bañador que lleves o no lleves. Da igual que lo tuyo sea torrarte en la toalla o pasearte por la orilla sin ir exactamente a ningún sitio. Da igual cómo seas, en la playa celebramos las ganas de romper con la rutina, en la playa nos encontramos y chapoteamos juntos.
Qué raros somos todos al saltar las olas y qué similares son las huellas que dejamos en la arena. Necesitamos sentirnos especiales, sí, pero las diferencias se difuminan vistos frente a la línea que separa el océano y el cielo, siempre idéntica y siempre distinta.
Vayamos a solas con la esterilla o vayamos cargados de sillas plegables, la sombrilla superviviente de aquella caja de ahorros y una colección incompleta de palas y rastrillos, el mar está ahí esperándonos con ese airecillo compartido que nos roza, nos da un respiro. Nos iguala, pero sin homogeneizarnos. Parece lo mismo, no lo es.